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Ley versus desarrollo (I)

(Publicado por Siglo 21 en diciembre 2012)

Algunos comentaristas de mis artículos sobre este asunto de la iniciativa de ley para un sistema de desarrollo rural integral me han motivado a aprovechar el fin de 2012 y el principio de 2013 para intentar aclarar algunas cosas que juzgo importantes. A los que no pueden más que proferir un insulto, pues, no puedo ofrecerles nada a cambio porque con la patanería no se puede conversar.

Una crítica más o menos recurrente es que, seguramente, ignoro los niveles de pobreza que hay en Guatemala.  La implicación es obvia: si no fuera yo ignorante de la situación de pobreza de la población rural, apoyaría la aprobación de la iniciativa de ley de desarrollo rural integral.  Mi oposición a que dicha iniciativa de ley sea aprobada, implantándose así un régimen de tipo socialista para las zonas rurales de Guatemala, se basa, precisamente, en eso: sé que la pobreza toca a casi el 70% de la población rural del país y, además, tengo la firme convicción de que las cosas sólo empeorarían de aprobarse esa ley.

Esto me lleva a otra crítica, a saber: que me contento con que no se haga nada o que no propongo cómo sacar de la pobreza a la población rural del país.  Mi respuesta es que, tomar una medida equivocada, es peor que no hacer nada.   El punto estriba en que desgraciadamente, una de las cuestiones más complejas de la condición humana es que seamos seres limitados.  Que nuestros deseos, nuestra buena voluntad, nuestras inclinaciones altruistas, etcétera, no sean suficientes para cambiar la realidad que nos rodea.  Encima, como no solamente la pobreza se hace notoria, sino que la riqueza también, muchos desarrollan en su interior la creencia de que el problema se reduce a una especie de “nivelación”.  A quitarle –dicen—un poco a los ricos para dárselo a los pobres.  Esa es una de las ideas que subyace a la iniciativa de ley aludida: limitar los usos y extensiones de tierra a ciertas personas que la tengan ociosa o en gran extensión para que, de ese modo, haya disponibilidad para el campesinado, principalmente, indígena.

Desgraciadamente, también,  el sistema económico más eficiente que se haya conocido hasta hoy, el de la libertad de competencia en el mercado, no puede dar sus frutos para los individuos que se arriesgan e invierten ni para la sociedad en general, bajo ese tipo de circunstancias.  En pocas palabras, con ese tipo de reglas habrá mucho menos inversores, menos capital invertido y menos oportunidades de empleo para todos porque los recursos de la economía –la tierra incluida—se asignan a usos menos eficientes o totalmente ineficientes.  En lugar de que la extensión de la tierra a cultivar se determine en función de su máxima productividad, se establece en orden a satisfacer algún criterio de “equidad” o de “solidaridad” que, para cada caso concreto, definen unos funcionarios públicos, probablemente muy altruistas, pero que no absorberán las pérdidas ni harán suyos los costos, individuales y sociales, de una economía menos eficiente. (Continúa).

Eduardo Mayora Alvarado. 

 

Publicado enArtículos de PrensaPolíticaSociedad

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