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Las raíces de la impunidad

Es bien conocida la teoría, tan falsa como perniciosa, de que la criminalidad, la violencia y la corrupción que vive nuestra sociedad son consecuencia de la pobreza, la exclusión y demás lacras sociales que, como letanía, se repiten incesantemente.  No es así. La inmensa mayoría de los delincuentes no son las personas más pobres ni las más desvalidas respecto de su entorno próximo.  Son más bien personas que, al lado de sus escasos escrúpulos y su ambición por las riquezas o el poder (también a su nivel respectivo), han hecho el siguiente cálculo económico: si consigo esto por la fuerza o a través del fraude ganaría «x» unidades brutas de lo que me interesa. Las conseguiría a cambio de nada, a excepción de lo que me cueste ejercer la violencia o el engaño sobre mi víctima. Por tanto, si esa diferencia fuera suficientemente atractiva para mí y no hubiera riego de incurrir en otros costes, cometeré el delito.

Esos otros costes serían, para mí, el delincuente, básicamente tres: tener que gastar en defenderme de una investigación y un proceso judicial; ser condenado a indemnizar a mi víctima contra el valor de mis bienes; y, por último y encima, parar en la cárcel. Entonces, veamos: ¿cuáles son las probabilidades de que se detecte mi crimen, de que se me atribuya su autoría, de que se remonte, con pruebas indubitables, la presunción de inocencia que me protege; de que se me condene y, por último, de que se ejecute esa condena (porque aquí, se delinque desde las prisiones, también)?

Si las probabilidades de que todo eso ocurra fuesen suficientemente bajas, el delincuente en potencia, actuará. Visto al revés, cuando el Estado organiza fuerzas de policía verdaderamente profesionales, con investigadores capaces de emplear los métodos científicos y técnicos que, por supuesto, el Estado pone a su disposición, cuando los fiscales dominan con excelencia su profesión jurídica y, sobre todo, cuando se cuenta con jueces verdaderamente independientes, inmunes a las presiones de cualquier tipo de poder, institucional o fáctico, los riesgos de delinquir con pérdida aumentan enormemente y, salvo por los temerarios o los locos, los demás mejor se abstienen de actuar.

Ahora bien, un policía verdaderamente profesional costaría unos trescientos mil quetzales al año y un juez y un fiscal con las competencias e inmunidades necesarias, pues más o menos el doble. ¿Tiene Guatemala ese tipo de recursos?

Por supuesto que sí y, además, uno de los fines fundamentales para los que se organiza el Estado guatemalteco es para proteger la vida y la integridad de la persona.  Todo ello sin embargo, hay cientos de cosas superfluas en las que se gasta el dinero de los impuestos y de la ya monumental deuda pública, en lugar de los medios que servirían para poner fin a la impunidad escandalosa en que vivimos. Por consiguiente, el problema no es uno de recursos, sino de prioridades. Las prioridades de los políticos y sus grupos de presión contra las prioridades de los ciudadanos. Usted, ¿cuál apoya?

 

Eduardo Mayora Alvarado.

Publicado enSociedad

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