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Sociedad, Estado, Justicia.

Puede que sea legítimo buscar ayuda internacional para resolver problemas complejos, que rebasen las propias fuerzas. No se vale, después, dejar las cosas igual. Principalmente, con la Justicia.

¿Por qué un gobierno de Guatemala, legal y legítimamente electo, y dos posteriores, se consideraron un día compelidos a buscar ayuda internacional para enfrentar la impunidad? ¿No se ha preguntado usted por qué esos gobiernos no se plantearon hacer lo que estuviera en sus manos para enfrentar, por sí mismos, el gravísimo problema de la impunidad?

Si ante las cuestiones de arriba algún estimado lector se preguntara qué tiene de malo buscar el concurso de las Naciones Unidas y otros países para algo tan fundamental como es la lucha contra la impunidad, mi respuesta sería la siguiente: precisamente porque es algo tan fundamental, ni más ni menos que lo que distingue a un Estado funcional de otro que no le sea, se trata de una decisión extrema.

No es hasta este punto de nuestra historia reciente que un cuarto gobierno, el del Presidente Morales, acoge la iniciativa de la propia CICIG de una reforma constitucional del sistema de justicia.  Este es un acontecimiento, verdaderamente, de dimensiones históricas. Si el proceso se llevara a su culminación, el Presidente Morales pasaría a la historia como quien tuvo la visión y la determinación de intentar “curar” la “patología” del Estado guatemalteco, y sus antecesores pasarán como quienes declinaron su responsabilidad e intentaron descargarla en la CICIG, dejando todo como estaba y faltando así, opino yo, a sus deberes fundamentales como Jefes del Estado.

Muchas veces he escrito que, sin la reforma del sistema de justicia, era imposible que el MP o la CICIG llegaran a vencer ese monstruo de mil cabezas que es la impunidad.  Lo reitero ahora pues, si uno echa una mirada a la vida del ciudadano medio, en casi todos los aspectos de su vida “necesita del juez recto”.

El ciudadano medio puede no ser poderoso por sí mismo, pero cuando tiene al “juez recto” y al derecho de su lado, no hay quién tenga más poder que él.  No importa la clase social de su contrincante, no interesa cuáles sean los caudales de poder económico o de poder político que pueda acopiar su enemigo, ni cuán numerosos sus opositores.  El ciudadano respaldado por la majestad de la Ley y por la firmeza del “juez recto”, ha de ser invencible y ha de poder enfrentar, con éxito, los riesgos y peligros de la cara “enferma” de la sociedad en que vive.

Pero, si bien los jueces personifican el Poder Judicial del Estado, el propio Estado necesita del “juez recto”.  El tema que se impone para ilustrar este punto es el de la corrupción.  Todos los actos de corrupción tienen un denominador común, a saber: su ilegalidad.  No hay acto de corrupción en el que no se viole alguna norma jurídica y tampoco hay acto de corrupción en que la norma jurídica infringida se “auto aplique”.

¿Cómo ponerle fin a todo eso? No hay otra forma de lograrlo, creo yo, que reformando la Constitución, por lo menos, en lo que al sistema de justicia se refiere.  Es indispensable que las reglas constitucionales aporten las bases de un sistema de justicia independiente, presupuesto indispensable de la imparcialidad, condición irremplazable para poder obrar con justicia. Por eso me congratulo de que el Presidente Morales, como Jefe del Estado, haya decidido, acompañado por los presidentes de los otros poderes del Estado, acoger favorablemente el planteamiento de la CICIG.

A ContraPoder agradezco el honor de que me haya abierto sus páginas.

Publicado enEstadoJusticiaSociedad

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