(Publicado por la Revista Laissez Faire, UFM)
1 La diversidad latinoamericana.
Si bien es cierto que Latinoamérica puede ser considerada como objeto de análisis en su conjunto, también lo es que se trata de una región diversa en muchos aspectos importantes. Tanto en términos de las características propias de la América de lengua portuguesa, respecto de la América de lengua española, como también en lo que concierne a tantas facetas sociales, económicas, étnicas y geográficas dentro y entre los países de la región, Latinoamérica es un mosaico.
De ahí que cualquier ensayo de explicación de fenómenos latinoamericanos pueda ser, más o menos fácilmente, criticado por obviar excepciones importantes. No digamos por prescindir de matices suficientemente contrastantes. El presente ensayo no puede escapar a esas limitaciones, sobre todo porque el objeto del que trata se manifiesta, en cada país, dependiendo de procesos con antecedentes y características bastante específicos.
Sin embargo, nos parece que no carece de validez la noción fundamental de que en Latinoamérica se ha ido forjando una nueva mentalidad, una nueva corriente de pensamiento y de praxis política que, incluso en aquellos países en los que, como en Colombia o en el Perú, no se hacen propios oficialmente por los regímenes gubernamentales en funciones, sí inciden en las dinámicas políticas, sociales y económicas que ahí se desarrollan.
En el curso de estas páginas procuraremos señalar los aspectos más importantes que han dado lugar al origen de esa nueva mentalidad y de esas nuevas corrientes, al igual que intentaremos explicar por qué han cobrado cierto auge. Designaremos todos esos elementos bajo el término de “neosocialismo”, entendiendo que su significado carece de suficiente univocidad, tanto conceptualmente como también en lo que concierne a sus manifestaciones prácticas.
Ese rico y multicolor mosaico reclamaría, empero, mucho más que este breve trabajo para llegar al fondo de los temas de que aquí tratamos.
2 Algunos antecedentes importantes.
Como es bien sabido, el modelo de desarrollo hacia adentro, de sustitución de importaciones y del correspondiente proteccionismo de ciertos sectores económicos, se agotó como motor de crecimiento y de prosperidad para finales de los setentas en casi toda Latinoamérica. Su declive fue acompañado o seguido de graves desequilibrios económicos, que se manifestaron principalmente en los procesos híper-inflacionarios y de pronunciada devaluación de las monedas locales de muchos de los países de la región, que todavía recuerdan un par de generaciones de latinoamericanos.
No menos problemáticos fueron los procesos de endeudamiento de casi todos los gobiernos de los países de Latinoamérica, y de una parte importante de sus sectores privados. En una visita de Estado a uno de los países del Pacto Andino, el presidente Alan García, en su primera gestión, de pie ante la estatua ecuestre del Libertador, le pidió que “liberara” a los países de Sudamérica de la deuda externa. Un gesto emblemático de la incapacidad, casi total, de unas economías desarticuladas en las que “los informales” habían crecido exponencialmente en número, abandonando una madeja inexpugnable de cargas, regulaciones, cortapisas y, fruto en parte de todo ello, de corrupción.
Los mismos Estados Unidos mostraron, al cierre de la Administración Carter, desequilibrios macroeconómicos importantes y sin precedentes inmediatos. La industria británica era, también para finales de la década de los setentas, casi una ruina y la grandeza del Imperio había dado paso a una crisis económica aguda.
Como si todo eso fuera poco, la Guerra Fría y sus vasos comunicantes con varios conflictos armados de diversa intensidad, pero en casi todas las esquinas de América Latina destructivos y violentos, tanto del lado de los regímenes asediados como también de los grupos guerrilleros, completaron un cuadro de enorme desasosiego.
Se trataba de un conjunto de circunstancias sumamente complejas e insostenibles, suscitadas en el subcontinente de las desigualdades, de los privilegios, de las contradicciones. En algunos casos –no pocos—se dio el paso a reformas de talante todavía más radical, fuera en el ámbito de la nacionalización de la banca, de los controles de cambios, de profundización de las reformas agrarias u otras políticas o medidas similares.
Fue una época, también, de regímenes autoritarios en los que la presencia de los militares, como protagonistas del proceso político, directamente en algunos casos, indirectamente en otros, supuso la asociación de la idea de “Latinoamérica” a la de la falta de respeto, o a la violación deliberada, de los derechos humanos de amplios sectores de la población.
Más temprano que tarde, las cosas tenían que cambiar.
3 El surgimiento del “neoliberalismo”.
En tales circunstancias y debido a múltiples factores que hunden sus raíces algunos años antes, se produjo en el mundo dirigido por las potencias occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza, un cambio en el clima de opinión de enormes consecuencias. Quizás sean los éxitos electorales de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher los que mejor simbolicen, de manera sintética, ese cambio.
En términos generales supuso la aceptación por parte del liderazgo político, económico e intelectual de varios países, arrastrando tras de sí a sus respectivas bases o seguidores, de que el Estado debía ceder su papel en ese momento protagónico en la gestión de la economía, dejando a las fuerzas del mercado decidir qué, cuánto y cómo producir los bienes y servicios demandados por la población. Es notable la cantidad de literatura de diversos niveles –desde los trabajos más sofisticados a nivel científico, hasta los más light para consumo popular—que se produjo apoyando esta idea fundamental.
Concomitantemente comenzaron a “rugir” los tigres asiáticos y, no sin dificultades y experimentando altibajos, Chile atrajo la atención mundial. Los latinoamericanos tuvieron que volver la mirada hacia la margen occidental del cono sur, debido a los éxitos que visiblemente alcanzaba ese país en materia económica.
El proceso de cambio en el clima de opinión no fue, por supuesto, súbito o sencillo. Tomó algunos años en fraguar y enfrentó la resistencia férrea tanto de las ideologías contrarias, como también de los intereses creados, privados o públicos, que habían surgido y crecido al amparo del dirigismo económico proteccionista prevaleciente hasta casi finales de los ochenta. Pero para cuando cae el muro de Berlín, en 1989, puede decirse que la balanza se había inclinado a favor del mercado.
Con el concurso de instituciones como el Banco Mundial y, en la región, el Banco Interamericano de Desarrollo, se fueron definiendo una serie de medidas –a veces llamadas de “shock”—que se plasmaron en el llamado “Consenso de Washington”. De acuerdo con ellas era indispensable volver a una disciplina fiscal y monetaria; abrir la economía al comercio internacional; dejar el poder público de intervenir en la formación de los precios internos, incluyendo los del crédito; eliminar o reducir hasta donde fuera posible las barreras de entrada a la competencia, desregulando las actividades productivas altamente reglamentadas; suprimir los subsidios estatales; privatizar industrias y actividades económicas en manos del Estado, propiciando de esa manera la recepción de cuantiosos ingresos no fiscales para los gobiernos; y liberar los flujos de capitales, a la vez que se levantaban o flexibilizaban los controles de cambios.
La adopción de estas medidas o de algunas de ellas, en casi todos los países de la región, fueron dando ciertos frutos de estabilidad de precios –dejando atrás la pesadilla de la híper-inflación y de las devaluaciones crónicas, por ejemplo. Además las atribuladas finanzas públicas de todos ellos experimentaron un desahogo importante. La inversión extranjera directa creció notablemente, generando actividades muy dinámicas en áreas tales como las telecomunicaciones, la generación y distribución de electricidad, la construcción de infraestructuras importantes y, en el sector de los servicios, ahí donde la banca y las finanzas habían sido estatizadas, su privatización redundó en una notable expansión vertical y horizontal del crédito. En varios países se pasó del tradicional sistema de pensiones llamado “de reparto” al de cuentas individuales de capitalización. Las administradoras o gestoras de fondos de pensión llevaron una parte importante de los ahorros de la población trabajadora a las bolsas de valores latinoamericanas, que tan sólo una década antes parecían especies en vías de extinción.
Tanto la estabilización de las economías de casi toda la región, como también su franco crecimiento durante la década de los noventas, son resultados suficientemente importantes como para tildar de exitoso el experimento neoliberal latinoamericano.
4 La crisis del modelo.
4.1 Algunos mantienen el curso, otros lo abandonan.
Muchas de las medidas adoptadas permanecen vigentes, con algunas transformaciones, en la mayor parte de los países de América Latina. Si se echa una mirada a las dos economías más grandes e importantes del subcontinente, como lo son las de Brasil y México, puede constatarse que las presiones inflacionarias, los temores a devaluaciones bruscas, las nacionalizaciones o estatizaciones, las expropiaciones forzadas, el endeudamiento indiscriminado del Gobierno y otras cosas parecidas, son temas del pasado. Además, sus sectores privatizados se conforman por corporaciones cuyas acciones, muchas veces, están en las bolsas de valores locales y, en algunos casos, también en las de los Estados Unidos. Tanto las grandes compañías mexicanas como también las brasileñas son ahora exportadoras de capital hacia otros países, incluso fuera de Latinoamérica.
Si bien se han sucedido tres administraciones dichas de centro-izquierda en Chile, el modelo económico se ha mantenido en todos sus aspectos medulares y, en lugar de haber dispuesto de los ingresos provenientes de la exportación del cobre durante los años de bonanza de los precios internacionales de ese metal, para propósitos redistributivos, por ejemplo, se fue nutriendo un fondo multimillonario que, en las actuales circunstancias, servirá para paliar los efectos en la economía chilena de la crisis económica mundial.
El país de más rápido crecimiento en toda Latinoamérica durante los últimos dos años ha sido el Perú. Lejos de echar marcha atrás en lo que a la reforma neoliberal peruana se refiere, en su segunda presidencia Alan García ha mantenido el rumbo de la libertad económica. Con menos determinación, quizás, pero sin someter a revisión la columna vertebral de las reformas neoliberales, pueden citarse los casos de Colombia, El Salvador, Guatemala, Panamá, República Dominicana y Uruguay. En Costa Rica la reforma fue mucho más modesta desde un inicio, pero después de un largo y complejo debate político, finalmente se ha aprobado el CAFTA, con una serie de consecuencias de apertura de mercados en telecomunicaciones, energía eléctrica, seguros y otros, si bien parcialmente. En lo que a Honduras se refiere, da la impresión que se produce una transición hacia la reversión de algunas de las medidas adoptadas, también parcial y más tardíamente que en otros países de Centroamérica.
Por otro lado están los casos de Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. Cada uno de ellos daría para un extenso análisis específico, claro está. Sin embargo, la reversión más o menos radical de las medidas neoliberales adoptadas alrededor de una década y media atrás, puede entenderse en buena medida sustentada, en los casos de Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, por los precios internacionales particularmente altos de las materias primas, productos o mercancías exportados por cada uno de ellos: la soja y otros cereales, varios metales, el gas natural, y por supuesto, el petróleo.
El alza en los precios de esas commodities durante unos años viabilizó, en el corto plazo, que pudieran revertirse un buen número de las reformas neoliberales que se habían emprendido por los gobiernos de esos países, sustituyendo o incluso superando los efectos inmediatamente perceptibles para el grueso de la población, derivados de aquellas reformas.
4.2 Frustraciones y desencanto.
Ahora bien, tanto ahí donde permanecen más o menos vigentes las reformas neoliberales, como también en los países que las fueron revirtiendo parcial o totalmente, lo cierto es que sus efectos no fueron capaces de generar, por sí solos, las condiciones suficientes como para que el liderazgo político de casi todos los países de la región las hiciera suyas, aunque perfectibles, como bandera de lucha.
Terminada la primera ola privatizadora y de apertura de mercados, prácticamente no hubo líder, partido o movimiento político alguno que montara su plataforma electoral ofreciendo más liberalización económica. No hubo a quién se le ocurriera decir: –si vota por mí, habrá más privatizaciones. Ha sido más bien lo contrario lo que ha ocurrido: el liderazgo político ha ido apartándose, distanciándose paulatina pero sensiblemente de todo aquello que huela a neoliberalismo, a privatización, a globalización o a economía de mercado.
Hasta un cierto punto, las características de las nuevas reglas del juego podrían explicar estos comportamientos. En el pasado los precios de un conjunto importante de bienes y servicios básicos formaban parte del proceso político y, por consiguiente, la preocupación de los agentes de decisión política por un inminente fracaso electoral los arrastró a acordar precios irreales, teniendo que recurrir a subvenciones más o menos importantes que, por otro lado, generaron desequilibrios fiscales que terminaron por desestabilizar la economía. Pero el hombre común no recibía una factura individualizada que dijera: “tantos pesos por concepto de inflación, pagaderos en tal fecha”. Privatizados muchos de esos bienes y servicios, el importe de las facturas, estas sí individualizadas, comenzó a aumentar. También las cobranzas y, en fin, los procesos acostumbrados de gestión de una empresa privada.
Pero debido al rezago bastante notable de los precios de estos bienes y servicios, o a su distorsión casi completa, los incrementos de precios ya después de la apertura de los mercados, no fueron acompañados de cambios igualmente significativos en la calidad de los servicios. Encima, con algunas honrosas excepciones, la regla general en lo que concierne a las telecomunicaciones, la electricidad, la distribución de agua u otros fluidos, la gestión de los aeropuertos y los antiguos sistemas de correos, fue el otorgamiento de privilegios monopolísticos de duración limitada, cuando no se trataba de monopolios naturales.
En ese sentido, sí es posible explicar ciertas reacciones negativas y contrarias a las privatizaciones y a la liberación de los mercados, o a su regulación en manos de nuevas agencias administrativas, que muchas veces han sido incapaces de evitar abusos. Pero la otra cara de la moneda tampoco es de unos servicios estatales que, antes de las privatizaciones o de la apertura de los mercados, funcionaran con calidad razonable, estuvieren disponibles a quienes los demandaran, o exentos de abusos y corrupción.
También es interesante que esto haya coincidido con un proceso, más o menos paralelo, de fortalecimiento del ideal democrático en América Latina y que sólo excepcionalmente se haya podido apuntar el dedo acusador a uno que otro gobierno abiertamente autoritario, durante más o menos la última década y media.
Comoquiera que sea, la reducción de la pobreza; la ampliación importante de servicios básicos como el del suministro de energía eléctrica y las telecomunicaciones; y la estabilidad macroeconómica que ha predominado, si bien con altibajos y en diversa medida en los diferentes países de la región, no han sido suficientes para contrarrestar las frustraciones del ciudadano latinoamericano medio. Los frutos de las reformas neoliberales les resultan insípidos, les parecen escasos y les mueven a buscar, con o sin razón, soluciones en otra parte.
5 El Imperio del Derecho, asignatura siempre pendiente.
5.1 El enfoque de lo económico y de lo político.
Una de las reflexiones más importantes que puede extraerse de la breve recapitulación sobre dos períodos consecutivos de la historia latinoamericana que hemos hecho arriba, es que durante más o menos el último medio siglo el foco fundamental de las reformas, digamos, en el camino hacia el desarrollo, han sido los procesos económico y político. En otras palabras, ya desmantelado casi hasta el último rescoldo del liberalismo decimonónico y de la primera parte del siglo XX en Latinoamérica, el objeto fundamental de las élites de la región interesadas en la promoción del desarrollo integral de sus países se centró en los sistemas económico y político.
De hecho, quitando algunas reformas del sistema de justicia más o menos comprensivas y a fondo, como la realizada en Uruguay hace alrededor de una década, los problemas que reciben la mayor y más importante atención de los reformadores nacionales y extranjeros, son el económico y el político. Por supuesto que hay ciertos temas, como el de la identidad y derechos de los pueblos indígenas, que han adquirido cierta notoriedad recientemente, al igual que cuestiones más o menos novedosas, como la discriminación racial y por género. Pero de mediados del siglo XX hasta nuestros días, el desarrollo de América Latina se ha considerado, básicamente, relacionado con sus sistemas económico y político.
5.2 El “constitucionalismo constructivista”.
Como consecuencia de ello, es decir, del afán por dejar plasmada de manera fija la fisonomía de cada uno de los modelos, el económico y el político, se han ido produciendo a lo largo de este medio siglo numerosos procesos constituyentes o de reformas constitucionales importantes que, en algunos países, se han repetido dos, tres y más veces en ese período.
De ahí que, como se ha señalado con frecuencia, las constituciones de Latinoamérica sean “desarrolladas”. En este contexto la noción de “desarrolladas” no significa otra cosa que extensas, muy reglamentadas y casuísticas. Tanto en términos sustantivos como adjetivos.
Son, además, documentos que expresan propósitos u objetivos de desarrollo social, económico y político; que declaran todo tipo de derechos sociales y culturales cuya protección se le encarga al Estado y que, como sería lógico pensar, le confieren amplísimas facultades a los poderes públicos para poder realizar y llevar a cabo todos esos propósitos y objetivos, además de hacer valer dichos derechos sociales, económicos y culturales.
El “retrato” de la sociedad deseada se plasma en el documento constitucional, más o menos a sabiendas de la imposibilidad práctica de realizarlo. Se genera, al final de cuentas, un instrumento que, además, carece de coherencia interna porque, por supuesto, protege también los derechos individuales, tales como la propiedad privada, la libertad de contratación, la libertad de industria, etcétera.
Este tipo de constituciones da lugar a cierto nivel de conflictividad social pues, como protege y a veces hasta promueve la conformación de grupos intermedios de la llamada “sociedad civil”, natural es que sus dirigentes reclamen a los sucesivos gobiernos que se dé cumplimiento a los derechos sociales, culturales y económicos.
La proliferación de ONGs y de grupos pro derechos humanos, que se oponen a las explotaciones mineras en Perú o en Guatemala, que exigen que el Gobierno del Brasil proteja efectivamente el medioambiente amazónico, que denuncian la falta de servicios de salud, o que organizan invasiones de tierras estatales o privadas, en cierto modo no hacen más que promover objetivos y propósitos plasmados en la Constitución.
Los gobiernos de Latinoamérica deben organizar, de acuerdo con esas normas fundamentales, aparatos administrativos que, por lo regular con escasos recursos financieros, humanos y técnicos, deben desarrollar algún tipo de actividad en pos de la concreción de los objetivos, programas y derechos constitucionales así plasmados. La dispersión de actividades plantea, por sí misma, un problema de falta de efectividad.
La labor de la oposición política, en un cuadro como éste, no es mayormente problemática. Son tantas, tan ambiciosas y complejas las obligaciones constitucionales del Gobierno; son tan graves los problemas sociales ya existentes; y son tan limitados los recursos que, siempre es posible denunciar aspectos socio-económicos fundamentales, constitucionalmente protegidos, que quedan preteridos o están en el desamparo.
El Poder Legislativo del Estado, a veces a iniciativa propia, a veces a iniciativa del Gobierno, responde, como es natural, legislando. La legislación desarrolla en más detalle las normas constitucionales pero, por supuesto, los recursos siempre faltan.
5.3 Los incentivos del proceso político.
Dado ese marco, los actores del proceso político están ante a unos incentivos muy complejos, pues enfrentan, primero, sociedades con amplios segmentos de población pobre y con múltiples necesidades reales; segundo, el mandato constitucional y legal de resolver la pobreza y todas esas necesidades; y tercero, recursos desproporcionadamente escasos.
Por consiguiente, se trata de una fórmula intrínsecamente inestable que privilegia la maximización de las utilidades en el corto plazo. Esto significa que los partidos políticos y sus líderes no pueden, por lo general, permitirse planificar sus proyectos con perspectiva de largo plazo, puesto que la Constitución, invocada por la oposición y un sinnúmero de grupos y ONGs, les manda y exige soluciones inmediatas. La única salida es negociar, en el corto plazo, posiciones de poder, bienes públicos y participaciones o cuotas de decisión.
De ese modo, se activa y va evolucionando un proceso paulatino de “cinismo institucional”, por el cual, en lugar de acallar violentamente a la disidencia, como en el pasado autoritario de la región, se la compra o se la hace partícipe de los dividendos del poder mediante asignaciones presupuestarias, cargos, contratas públicas, subvenciones y una gama bastante amplia de técnicas sofisticadas que encubren, en el fondo, un gran pacto político para dar la apariencia de que sí se persiguen, promueven y realizan los objetivos y propósitos constitucional y legalmente proclamados.
Por supuesto, nada de esto cambia la situación de la población pobre, como no sea para peor. Empero, ese pacto de apariencia progresista, de acuerdo con el cual casi todos los políticos mantienen un discurso marcadamente populista, tiene como consecuencia, entre otras, que la población necesitada dirija su frustración, su desesperación y su cansancio en contra de un modelo, el neoliberalismo, que el discurso populista les ha presentado como el antecedente lógico de su situación.
Pero como se ha dicho, y con razón, la sencillez y la ignorancia no son sinónimo de estupidez y, por lo tanto, con el paso del tiempo la población va descubriendo la farsa y, naturalmente, también va perdiendo la fe en el sistema democrático.
En la revista The Economist, de noviembre 15-21, se publicó la encuesta que la misma ha encargado desde 1995 a Latinbarómetro, que refleja una serie de datos de particular significación e importancia.
Así, por ejemplo, mientras que poco más del 50% de los latinoamericanos piensan que la democracia, en abstracto, es el mejor sistema de gobierno, poco menos del 40% está satisfecho con la forma como el sistema funciona en su respectivo país. Además, los partidos políticos son las instituciones con menor credibilidad de todas las calificadas (alrededor de 20/80), siendo la Iglesia Católica la de mayor credibilidad (alrededor de 65/80).
Llama la atención, también, que el 56% de los latinoamericanos ve al mercado como el camino hacia el desarrollo, pero solamente el 32% está satisfecho con los servicios públicos privatizados. Perú, el país de mayor crecimiento económico en Latinoamérica en 2007 y 2008, es el que muestra la menor satisfacción de su ciudadanía con su sistema político.
5.4 ¿Cómo explicar tantas paradojas?
En buena parte esto puede deberse a que, como se indica en la misma encuesta, alrededor del 70% de los latinoamericanos piensa que el sistema político actúa a favor de unos pocos privilegiados. Pero en nuestra opinión esto es la consecuencia de otros problemas de más larga trayectoria y de raíces más hondas, relacionados: (1) en parte, con el hecho de que el desarrollismo latinoamericano se haya enfocado casi exclusivamente en los aspectos económico y político, prescindiendo, casi por completo, del jurídico-institucional; (2) en parte, con lo que arriba hemos llamado el “constitucionalismo constructivista”; y (3) con la amargura de saberse, el hombre y la mujer comunes, débiles y sin amparo.
En efecto, pocos errores tan importantes como éste se han cometido por las élites políticas, económicas e intelectuales de Latinoamérica: el pensar que lo económico y lo político pueden funcionar prescindiendo de lo jurídico. Simple y sencillamente, no es así.
Hay muchas formas de explicar y de expresar las razones por las que tal mentalidad es fundamental y trágicamente errónea. La extensión de este breve ensayo nos obliga a concentrarnos en una sola: el ideal del imperio del derecho, columna vertebral, si no sinónimo, del Estado de Derecho.
6 Lo político a espaldas de lo jurídico.
El sistema político de los Estados latinoamericanos está, formalmente, basado en la idea de que todas las funciones públicas deben ejercerse de acuerdo con la Constitución y las leyes del Estado. Formalmente, nada que actuara el Presidente, que acordaran los diputados o los senadores, o que resolvieran los concejos de los gobiernos municipales, tendría validez como no fuera fundado en una norma jurídica vigente y constitucionalmente válida.
Formalmente, también, en esto estriba el poder enorme del más sencillo ciudadano: que ni el Presidente, ni completo el Senado, pueden hacer algo en su contra o que le afecte, como no sea con base en la Ley. Ningún ciudadano está obligado a acatar una orden que no se funde en la Ley, sea que la orden provenga de un general de tres estrellas o de un sargento portando un fusil automático.
Formalmente, también, ni siquiera actuando juntos los poderes Ejecutivo y Legislativo del Estado, pueden tomar un centavo de los tributos pagados por un ciudadano, para beneficiar a otro, como no sea de acuerdo con la Constitución y la Ley.
Ese y no otro es el significado de la libertad, cuando se vive en una sociedad políticamente organizada.
Empero, cuando la propia Norma Fundamental lleva la semilla de la discrecionalidad arbitraria, dándole a los poderes públicos facultades a veces ambiguas, a veces excesivamente amplias, con el objeto de “promover el bien común”, de “lograr el pleno empleo”, de conseguir una “justa distribución de la riqueza”; o cuando declara cosas imposibles, como el “derecho a la salud” o el “derecho a la cultura”, el poder del ciudadano, se diluye. Entre ambigüedades y conceptos indeterminados, tan amplios como la imaginación, la Ley puede mandar, prohibir, prescribir o declarar tantas cosas que, al final de cuentas, deja de ser un límite a los poderes públicos, convirtiéndose en un instrumento para su empleo discrecional.
¿Cómo pueden ser compatibles los privilegios fiscales, las subvenciones, las leyes de fomento y otras granjerías legales con el principio de igualdad ante la Ley? ¿De qué manera pueden coexistir conceptualmente la propiedad privada y la potestad de limitar su disposición, porque se trata de una parte del patrimonio cultural, ambiental o histórico de la Nación? ¿No tendría que indemnizarse, al menos, al propietario? ¿Cómo puede consagrarse la libertad de industria y el poder de fijar salarios, o de dar y denegar permisos o licencias?
Porque, si bien es cierto que ningún derecho puede ser de carácter absoluto, también lo es que un derecho sólo existe en la medida en que presuponga una esfera, por chica que fuere, impenetrable por terceros y estable en el tiempo. Lo que es de mi disposición hoy pero se me puede negar, legalmente, mañana, no es mío. Y cuando la Ley puede abrir las puertas de cualquiera de mis bienes o derechos a la penetración de terceros, realmente no tengo derechos.
Toda esa problemática es objeto dentro y fuera de Latinoamérica de los más agudos debates jurídicos, habiéndose convenido, por lo menos, en una cosa: los límites del ejercicio razonable de las facultades públicas, cuando entran en aparente conflicto dos o más derechos o intereses, deben ser definidos por tribunales independientes, imparciales, protegidos contra presiones y manipulaciones externas, al igual que dignamente conformados y sustentados.
Y he aquí que los sistemas políticos de Latinoamérica están repletos de órganos y funcionarios públicos que arbitran, constantemente, bienes públicos de gran cuantía: subvenciones, exenciones fiscales, protecciones más o menos monopolísticas, etcétera, sin sujeción a jueces y magistrados dignamente remunerados, verdaderamente independientes, protegidos en su función y deberes y, por lo tanto, capaces de hacer operar los frenos y contrapesos constitucionales.
Por consiguiente, el proceso político latinoamericano no solamente discurre por los cauces de constituciones de articulación coherente sumamente compleja y difícil, excesivamente desarrolladas y muchas veces ambiguas o indeterminadas, sino que el ciudadano medio, que no tiene tras de sí el poder del dinero o de otras fuerzas, carece también del amparo de un sistema de justicia que pueda, por muy difícil que sea, sentencia a sentencia, establecer los límites de las facultades de los poderes públicos, de modo que gobernantes y gobernados sepan con razonable certeza, hasta dónde llegan sus derechos.
En tales condiciones, uno puede explicarse que poco menos de la mitad de los latinoamericanos ya no crea en la democracia como el mejor sistema de gobierno, y que casi dos tercios de ellos estén insatisfechos con la forma como en su país funciona. No hay árbitro independiente, no hay amparo de justicia para el que sufre los abusos o las omisiones del poder público, no hay límites para detener la distribución de los dividendos del poder, que observa día a día realizarse impunemente ante sus ojos.
7 Lo económico a espaldas de lo jurídico.
Así como el proceso político necesita de reglas coherentes, administradas por órganos jurisdiccionales verdaderamente independientes y razonablemente dotados de los medios idóneos para el ejercicio de sus funciones, también el sistema económico requiere del derecho para su desarrollo estable.
El poder del consumidor viene determinado en función de una competencia abierta en el mercado y, cuando se incumplen las obligaciones de los grandes proveedores de bienes o servicios, de las grandes corporaciones, en función también de poder hacer valer sus derechos ante jueces con las características ya señaladas. Un sencillo consumidor tiene todo el poder del que requiere para obligar a una gran corporación, en proporción directa al poder de los jueces ante los que tenga acceso real y efectivo. Las asociaciones de consumidores son una fuerza impotente cuando ese acceso y esa tutela judicial efectiva no existen. La calidad de los servicios en masa y de la producción de la gran industria es incontrolable, cuando se dejan en manos de órganos estatales que, como se ha demostrado con toda amplitud, son capturados por los propios sujetos regulados, cuyas opciones de manipulación del proceso político, les permite eludir o relativizar esos controles.
Tanto en los mercados de capitales, como también en los financieros, los árbitros últimos tienen que ser los jueces y los tribunales de justicia, porque lo que se intercambia en todos ellos son derechos y obligaciones. Quizás el ejemplo más elocuente de la insuficiencia de los sistemas de fiscalización gubernamental sea la reciente crisis financiera.
Pero también está la otra cara de la moneda: la inversión nacional y extranjera. Sin reglas estables, consistentemente aplicadas por tribunales independientes, los inversores carecen de las seguridades adecuadas para efectuar o incrementar sus inversiones de riesgo. Sin esas inversiones es imposible que se creen nuevos empleos y, en definitiva, que aumente la prosperidad de cualquier economía. El significado de la conocida expresión “riesgo político”, en el contexto de las inversiones productivas designa, precisamente, la circunstancia de que los poderes públicos puedan alterar las condiciones que inicialmente atrajeran la inversión. Designa las probabilidades de que se actúe arbitrariamente, estableciendo controles de precios, limitaciones a la comercialización de bienes y servicios o, simplemente, cerrando mercados, constriñendo las posibilidades de actuación empresarial.
Una vez más son los sistemas de justicia los que deberían actuar como árbitros sensatos, creíbles y consistentes cuando se presentan circunstancias que puedan conformar una arbitrariedad. Toda la población, no solamente las empresas afectadas, sufren las consecuencias de los cambios súbitos en las condiciones para hacer negocios. Las inversiones presentes disminuyen y las nuevas que podrían haberse efectuado o incrementado, merman o desaparecen. Y con ellas los empleos, los productos, los servicios respectivos.
8 ¿Por qué, entonces, el “neosocialismo”?
Volviendo al inicio de estas reflexiones, ¿cómo se explica el origen y el auge del neosocialismo en Latinoamérica? Principalmente, porque a ese 70% de latinoamericanos que opina que el sistema opera para favorecer a unos pocos privilegiados, las élites políticas, económicas e intelectuales no han podido, o no han querido, proponerles un modelo democrático y un modelo de mercado organizados, ambos, bajo el imperio de unas reglas claras, estables y ciertas, administradas por jueces verdaderamente independientes y dotados de los recursos necesarios para que desempeñen sus funciones.
A los latinoamericanos se les han planteado, sucesivamente, modelos económicos dirigistas, arbitrados, en definitiva, por quienes los dirigen; y modelos económicos de mercado, arbitrados, en definitiva, por las grandes corporaciones. En ambos casos sus sistemas políticos se amoldaron a las circunstancias, negociando los dividendos del poder, rara vez a favor de esas grandes mayorías.
Pero tanto el sistema económico como también el sistema político, deben ser moderados por una determinada ética social y un tejido moral ampliamente compartidos por la ciudadanía, y por un poder jurisdiccional sólido capaz de restaurar, cuando se quiebran, el orden y la justicia. Todo ello, bajo una reglas claras, estables y ciertas. La Ley, a la izquierda de los jueces, es el cero; a la derecha de los jueces, es el diez.
La gran reforma pendiente es la jurídico-institucional. La mentalidad neosocialista, cuya instauración generalizada todavía es un fenómeno en flujo, bien puede llegar a echar raíces más hondas, en la medida en que esta reforma se postergue.
Es una mentalidad de acuerdo con la cual, recurriendo a las expresiones de Bastiat, ni se propone ni se reclama la instauración de la justicia bajo el derecho. No. Es la posibilidad de pasar de ser una víctima de la expoliación, a ser victimario de la expoliación. Es la creencia en que, finalmente, se pueden cambiar los papeles, de modo que ese grupo de privilegiados a quienes se entiende que el sistema ha favorecido sistemáticamente, pasen a pagar las facturas.
El neosocialismo no tiene, por lo tanto, pretensiones de científico ni de doctrinario. Es más bien pragmático, como lo ha expresado el presidente Correa recientemente. No pretende suprimir dogmáticamente a la empresa privada; no es una etapa en la historia de la humanidad, anterior al comunismo. Se trata de un fenómeno más bien de coyuntura electoral que, apoyado en las grandes necesidades y la fatiga de las masas de votantes ávidos de otra promesa, plantea una idea central y simple: “le ha llegado su turno al pueblo.”
Habrá que esperar a ver los efectos que la baja de los precios de las materias primas y productos que, por unos años, le dieron visos de credibilidad a esa idea, va a tener. Para empezar, los índices inflacionarios en algunos de los países más aferrados a ella, ya comienzan a subir peligrosamente.
En ese orden de ideas, es probable que el neosocialismo esté a punto de pasar del auge al declive. La crisis económica mundial bien podría ser el detonante de la caída. Sin embargo, de cara al futuro, Latinoamérica solamente cambiará de rumbo con mayor estabilidad, una vez que se emprenda su reforma jurídico-institucional y se llegue a establecer, razonablemente, un Estado de Derecho.
Eduardo Mayora
Guatemala, enero de 2009.
Creo que tiene bastante razón cuando expone: «La legislación desarrolla en más detalle las normas constitucionales pero, por supuesto, los recursos siempre faltan». Efectivamente los recursos siempre son escasos hasta en los países con más desarrollo.
En Guatemala se nos ofrece la luna y las estrellas, pero eso es imposible.
Pienso que al Juez debe de tener una suelto que permita una subsistencia digna, pero sin llegar a sueldos exageradamente elevados, esto porque Guatemala no cuenta con esos recurso, además la persona que se es corrupta con el sueldo que sea lo será; el juez debe poseer valore ético que permitan el discernimiento entre lo bueno y lo malo . Creo que el hecho de ser juez debe o debería ser algo gratificante, profesionalmente y hacer bien el trabajo una obligación.
Guatemala es un país con bastantes recursos, pero mal administrado. Es como la persona que se gana la lotería y despilfarra todo. Y es obligación de todos contribuir con algo para hacer a nuestro país mejor.
Así es; comparado con lo que se gasta en muchas cosas innecesarias, en justicia se gasta muy poco.