(Publicado por Siglo Veintiuno el 2 de diciembre de 2010)
Si uno echa una mirada a lo que ha trascendido a las páginas de la prensa desde que comenzó a operar la CICIG es fácil advertir como, para cada uno de los casos emblemáticos que ha manejado, buena parte de la opinión pública se ha dividido para ubicarse, básicamente, del lado izquierdo o del derecho (por supuesto que esto es una simplificación que apenas vale para las quinientas palabras que se pueden verter aquí).
Me refiero a que si nos fijamos en tres de esos casos, como lo son el caso Rosenberg, el caso Portillo y el caso Vielman, nos encontramos con que son muchas las personas y organizaciones que han celebrado las actuaciones de la Comisión, o bien las han criticado acremente dependiendo de su posición en el espectro político.
En el primer caso los resultados de la investigación fueron cuestionados y rechazados más bien por personas y organizaciones que se ubican del lado derecho del cuadrante, mientras que desde el flanco opuesto se encomió el profesionalismo de su presentación y su objetividad. Cuando la CICIG se enfiló con determinación tras el caso Portillo, los satisfechos estuvieron más bien hacia la derecha del espectro y, por último, son más bien grupos y analistas que se ubican del centro a la izquierda los que apoyaron las actuaciones de la CICIG en lo que concierne al caso Vielman.
En cierto modo nada de esto puede extrañar a nadie que haya estudiado un poco las raíces de la precariedad del sistema de justicia en Guatemala. Causa, por supuesto, de los descomunales niveles de impunidad que se observan. En efecto, son muchas las personas y organizaciones las que, una vez que cualquier asunto llega a la justicia, se aprestan a presionar. De esa manera los procesos judiciales, a cualquier nivel y en cualquier fuero, se convierten en parte del debate y la conflictividad política. A los jueces y magistrados se les bombardea por los medios de comunicación social y sus decisiones se entienden y presentan, por los que están en desacuerdo, como resultado de que el juzgador de que se trate ha sido manipulado por el otro bando político.
Como por otra parte el aparato de justicia muestra debilidades de casi todo tipo, es muy difícil salir en defensa de la libertad y tranquilidad de que debe gozar cualquier persona que, en tanto juez, debe abocarse a la resolución de un problema complejo. La falta de credibilidad en los órganos jurisdiccionales pesa mucho y, desgraciadamente, con frecuencia se siguen produciendo fallos que son muy difíciles de entender (además de que rara vez se motivan con suficiente claridad y contundencia).
Como era de esperarse, entonces, la CICIG ha quedado atrapada en medio de ese vicio cívico y político de presionar a los jueces negándoles hasta el beneficio de la duda. No tanto como sujeto activo sino más bien como objeto de presiones, críticas y exigencias análogas planteadas desde puntos de mira fundamentalmente ideológicos.
Como he escrito con anterioridad, el único aporte de fondo y con perspectiva de largo plazo que la CICIG puede legar a Guatemala es el de promover la reforma constitucional de la justicia. Es en la realización de ese fin en lo que la Comisión debiera enfocarse.
Eduardo Mayora Alvarado.
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