(Publicado por Siglo Veintiuno el 9 de diciembre de 2010)
El tema de la CICIG es uno de los más polémicos y no es para menos. Se relaciona con ciertas secuelas del conflicto armado interno, con las ideologías encontradas de sus protagonistas, con las ambiciones políticas de muchos de los sucesores de los protagonistas del conflicto y, por último, con la buena voluntad y mejores intenciones de algunas personas y organizaciones, tanto en Guatemala con el extranjero. Pero los promotores de la CICIG se equivocaron, creo yo, de dos maneras: una, enfocando el problema de la impunidad con un horizonte de corto plazo; otra, circunscribiéndose al fenómeno de los “cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad” (los CIACS). Por supuesto que los instrumentos del mandato de la CICIG incluyen conceptos más amplios y referencias expresas al fenómeno de la impunidad, incluyendo en su propio nombre, pero el énfasis es el otro. El horizonte de corto plazo se materializa, según me parece, en dos aspectos: uno, en la medida en que ingenua (o astutamente) el proyecto se concentró en la investigación de los posibles hechos criminales y en la formulación de acusaciones que, como ha quedado visto, difícilmente quedarían finalmente resueltas por los tribunales competentes dentro de un plazo “vendible”. Otro, consistente en la circunstancia de que la raíz de la impunidad se encuentra en un diseño constitucional del sistema de justicia fundamentalmente inviable. Las normas que conforman la columna vertebral de la justicia y delimitan sus contornos son la fuente principal de la politización de los procesos de postulación, de la poca estabilidad de los cargos judiciales, de la consiguiente falta de independencia y de las tremendas presiones a que pueden quedar sujetos jueces y magistrados en este país. El énfasis en el combate a los CIACS es un problema, metafóricamente hablando, de miopía. Se dejó de lado –increíblemente- esa otra impunidad que sufren millones de guatemaltecos a manos de una notable variedad de delincuentes que, obviamente, nada tienen que ver con los CIACS, ninguna relación los vincula al narcotráfico, como tampoco con la corrupción sistemática. De ese modo nuestro legendario “Juan Chapín” no percibe cambio alguno en las condiciones de falta de seguridad en que viven él, su familia, sus vecinos y compañeros de trabajo. Pienso que es muy posible que los promotores de la CICIACS, originalmente, o de la CICIG, después, hayan llegado a concluir que debía comenzarse por los CIACS como etapa previa para llegar posteriormente a abarcar otros fenómenos criminales. Si así fuera se equivocaron rotundamente porque la impunidad es un problema sistémico que exige, por consiguiente, la reforma del sistema. Poco antes de irse de Guatemala lo dijo con claridad el ex comisionado Castresana y sigo siendo de opinión que esa es su más valiosa contribución al futuro de Guatemala. Realmente no necesitamos de la CICIG ni de la comunidad internacional para reformar nuestro aparato de justicia. La cuestión es tan simple como reproducir aquí los modelos exitosos de otras jurisdicciones en el mundo (ninguno de los cuales presenta una CICIG…). Eduardo Mayora Alvarado.
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