Una de las teorías ampliamente compartida por pensadores, periodistas y políticos que se ubican del centro izquierda hacia la izquierda es la de que la pobreza es la causa la criminalidad, la violencia intrafamiliar, las conductas abusivas y el desprecio por la Ley y el orden. Esta teoría suele ser compartida, además, por muchas personas que no cuestionan los fundamentos de las máximas que escuchan o leen. Por eso las repiten más o menos irreflexivamente.
Es una teoría que se asimila intuitivamente. Si casi todos fueran ricos y prósperos –se razona— ¿qué necesidad tendrían de robar, de extorsionar a pequeños empresarios, de corromper a funcionarios públicos o de matar a sueldo? Ninguna necesidad –se responde– son la ignorancia, el hambre, la falta de una vivienda digna, el padecer enfermedades u otras privaciones las que mueven a delinquir.
Sin embargo, la lógica de esos razonamientos se estrella contra demasiadas circunstancias que evidencian lo contrario. Por ejemplo, la sociedad guatemalteca es hoy más rica, menos ignorante, padece de menos enfermedades y cuenta con mejores viviendas, en general, que en 1960. Pero la criminalidad y la violencia son mucho mayores actualmente que en aquel entonces.
La lógica de la criminalidad, la violencia y de las conductas abusivas es otra. Es una lógica que explica por qué hay criminales ricos y pobres; por qué hay personas que, teniéndolo todo, muestran conductas abusivas y otras que careciendo de casi todo, son respetuosas y comedidas.
Todos los seres humanos nos enfrentamos muchas veces en la vida ante “el coste de actuar legalmente” frente a los “beneficios de actuar ilegalmente” y viceversa. ¿O acaso usted nunca ha cruzado la calle por donde no debe, con tal de llegar unos minutos antes a una reunión? Si conduce, ¿jamás ha ido contravía ni diez metros para ahorrarse cinco minutos más de camino? Si compra o vende artículos comerciales o para el consumo, ¿nunca ha dejado de dar o de exigir una factura? ¿Está su propiedad inmueble valorada a su precio de merado en la matrícula fiscal?
¿Por qué es que tantas personas en general “buenas y honradas” cometen ese tipo de infracciones? Básicamente porque calculan que se saldrán con la suya: con un beneficio neto. Lo más “probable” es que nadie las multará por cruzar la calle, por ir contravía, por mentir sobre el valor de su casa o por evadir el pago del IVA. De ese modo, se ahorran tiempo o dinero o ambas cosas y todo ello a “costo cero”. Pero, ¿si la multa fuera de trescientos quetzales por cruzar la calle por donde no se debe y las probabilidades de que se aplicara fueran muy altas? No le quepa duda alguna: llegará uno o cinco minutos tarde, pedirá disculpas y, claro está, cruzará por el paso de cebra.
Ese es el mismo razonamiento del pandillero que extorsiona al transportista o del constructor que soborna al funcionario público. Idéntico es el cálculo del financista que estafa a cientos de personas vendiéndoles inversiones de papel que del sicario cuasi analfabeta que acepta unos cientos de quetzales por quitarle la vida a otra persona. Las probabilidades de ser detectados, juzgados, condenados y puestos en prisión son muy bajas y los beneficios de delinquir muy jugosos, y por lo tanto, actúan. Sean pobres o ricos, eruditos o ignorantes, sanos o enfermizos.
A mi artículo de la semana pasada –el primero sobre este punto—se hicieron por algunos lectores tres tipos de comentarios. Los agradezco todos. Algunos coincidieron con mi tesis fundamental, pero otros opusieron dos tipos de objeciones: una, que el problema es más bien de pérdida de valores; otra, que la causalidad es al revés, esto es, que son la violencia y la pobreza las que generan la falta de Ley y orden.
No cabe duda de que los valores personales juegan un papel importante en todo esto. Pero no en contra de la tesis que he expuesto, sino como parte de ella. En efecto, lo que he afirmado es que la delincuencia violenta o corrupta que estamos viviendo es consecuencia de un análisis racional: el delincuente se plantea cuánto puede ganar extorsionando, matando a sueldo, estafando o sobornando y de esas utilidades esperadas de su acción delictiva sustrae todos los posibles costes de delinquir. ¿Cuáles son estos? Pues las probabilidades de: a) que las autoridades detecten la comisión del delito; b) que la policía inicie una investigación adecuadamente dirigida por una fiscalía; c) que sobre la base de esa investigación se presente una acusación bien sustentada; e) que un tribunal de justicia independiente y profesional conduzca un proceso imparcial y transparente hasta arribar a una sentencia condenatoria; y f) que su pena se cumpla en un sistema de presidios eficaz. Empero, hay otro coste muy importante: vencer los escrúpulos morales que uno pueda tener.
Cometer una acción reprochable es mucho más difícil si uno abriga ciertos principios y valores sólidos que si carece totalmente de ellos. Por eso es que es sumamente importante que en el seno de la familia, del pequeño círculo de la comunidad o del vecindario inmediato, en la escuela de las primeras letras, etcétera, se vayan transmitiendo y forjando, sobre todo con el ejemplo, los valores y principios en los que se basa nuestra civilización y ha florecido la cultura.
Ahora bien, como todos hemos experimentado en nuestras vidas, los valores asimilados y los principios hechos propios no siempre operan como un valladar infranqueable. Los seres humanos somos débiles y no hay quien pueda “tirar la primera piedra”. Tampoco es realista pensar en que en una sociedad tan diversa y compleja como la nuestra, prácticamente todos tendrán tales escrúpulos morales de modo tal que el crimen y la violencia puedan reducirse a dimensiones tolerables, como no sea mediante la operación de un sistema de Ley y orden eficaz y robusto que los refuerce y reprima las desviaciones.
Sobre la relación de causalidad: ¿en qué circunstancias asumiría usted el riesgo de fundar una nueva industria, iniciar una nueva oficina profesional, u organizar una firma comercial? ¿En qué condiciones arriesgaría su capital, su crédito, su nombre? ¿Lo haría en un ambiente de inseguridad jurídica y de desorden institucional? Difícilmente. Cuando uno no puede forjarse expectativas razonables sobre el futuro de sus inversiones, de las empresas que se propone sacar adelante; cuando reina la falta de certeza y el ambiente tiende a lo caótico, son muy pocos los que asumen riesgos empresariales importantes. Pero son esas inversiones en nuevas industrias, profesiones y comercios las que se convierten en fuentes de empleos, de impuestos y de prosperidad. Son esas inversiones las que ayudan a superar la pobreza para las grandes masas. Sin Ley y orden nunca habrá un nivel de inversiones suficiente para conseguir abolir la pobreza. La relación de causalidad está clara.
Este es un punto sobre el cual no puede insistirse demasiado. No es posible porque la teoría contraria, es decir, que primero hay que suprimir la pobreza y erradicar la violencia para que exista un estado de cosas en que se respete la Ley y se observe el orden, se ha convertido en el fundamento principal de una verdadera industria.
Efectivamente, la idea de que por medio de la acción del Estado pueden superarse estas condiciones ha venido a ser la base sobre la cual los políticos (¿con honrosas excepciones?) le prometen al votante medio mejorar sus condiciones de vida. También con base en ello se organizan docenas de oficinas públicas y de entidades paraestatales gestionadas por tecnócratas y operadas por pequeños ejércitos de burócratas que se ocupan de contratar a una pléyade de ONGs. Algunas de ellas realizan estudios para determinados proyectos; otras se encargan de la contratación de todavía otras que realizarán los proyectos. Sin pensar siquiera en la corrupción que ha ido convirtiéndose en la corteza que cubre todo este fenómeno, el hecho es que los contribuyentes ven cómo un inflado conglomerado de administraciones públicas y de expertos y asesores que cargan honorarios nada despreciables, se tragan los presupuestos públicos.
Los ciudadanos ordinarios debemos comprender que todos esos procesos les suponen a los líderes políticos la oportunidad de disponer de una enorme cantidad de poder, incluso si no hubiera nada de corrupción. Para los gestores y operarios de las respectivas burocracias es el sistema que genera su modus vivendi y para la constelación de ONGs que participan del proceso, es la fuente de sus ingresos.
A la ecuación deben añadirse, del otro lado, los grupos de presión. Estos, sabiendo casi totalmente desorganizada a la ciudadanía en general, chillan y patalean reclamando tener derecho a una variedad notable de privilegios y rentas. Los políticos atienden al clamor de estos grupos, claro está, con el dinero de los contribuyentes y también, irónicamente, muchas veces con su respaldo.
Ellos mismos dan sustento “democrático” a estos procesos de transferencias de rentas que los políticos administran. Cada uno de los ciudadanos desorganizados es incapaz de percibir cuánto le cuesta a él o a ella misma que se asignen diez millones para el funcionamiento de una academia de lenguas o para la construcción de un polideportivo. No son conscientes de que cuando para la suma de asignaciones para una miríada de programas y obras diferentes, casi la totalidad de los impuestos que pagan se han evaporado sin mayor fruto ni provecho, excepto para los operadores del sistema y para los grupos de presión que reciben y perciben, ellos sí y concentradamente, el valor de esos privilegios.
De ese modo los recursos del Estado ya no están disponibles para contar con agentes de policía con el grado de bachilleres (por lo menos), para contar con el mejor talento posible en todo el sistema de justicia y de inteligencia civil.
Se fabrica así un paraíso de impunidad y la gente decente deja atrás sus propiedades e inversiones o deja de emprender nuevos proyectos. Hay menos empleos, menos ingresos y, paradójicamente, la pobreza que se pretendía abolir con todos esos programas y burocracias estatales, aumenta …como también los homicidios y demás delitos.
Sé el primero en comentar