(Publicado por Siglo Veintiuno)
La profesión de juez es muy compleja. Son contadas con los dedos de una mano las ocasiones en que las partes de una controversia aceptan el fallo judicial como bueno y justo. Son escasos los asuntos, incluso, en que la parte vencedora reconoce la imparcialidad o ecuanimidad de la decisión del tribunal y todos sabemos por qué: “nadie es buen juez en causa propia”.
Además, no existe el caso perfecto. Las circunstancias de la vida jamás son “blanco o negro” sino una gama de grises de diversa tonalidad y, por supuesto, todos se ven a sí mismos, siempre, actuando con buenas intenciones… de las que está empedrado el camino al Infierno. Los jueces no pueden más que procurar decantar de la multitud de matices que se les presentan, la esencia del problema. Empero, cuando lo logran, tienen que aplicar el derecho vigente: imperfecto, como obra humana que es.
Y las pruebas, ¡qué pesadilla! Los que acusan ven en un objeto, en una declaración testimonial, en un documento, todo lo que hace falta para inculpar al procesado. Los que se defienden ven todo lo contrario: meros indicios y suposiciones incapaces de vencer la sacrosanta “presunción de inocencia”.
No terminan ahí las dificultades para quienes tienen el poder de juzgar. Hay litigantes y abogados que actúan de buena fe, por supuesto; pero también los hay que recurren a la chicana y la mentira, cuando no a la corrupción abierta o, como ha quedado visto recientemente, a la intimidación y a la violencia.
Y el famoso tráfico de influencias. ¡Qué lacra tan detestable! Todos esos que venden su “amistad”, su ascendencia o sus enchufes para incidir en el criterio del tribunal que juzga…
De ahí que, desde hace siglos, se haya procurado por estadistas, filósofos, juristas y hombres de buena voluntad, crear los medios institucionales y las condiciones materiales para que los jueces puedan llegar a desempeñar su compleja función “razonablemente bien” y con suficiente independencia. La perfección está fuera de este mundo, pero sí es posible implementar un conjunto de reglas de selección, de promoción, de motivación y sanción –también son necesarias—para que los jueces se encuentren ante los más poderosos incentivos para administrar justicia con rectitud. Y el más importante de esos incentivos es la “inamovilidad”.
En este país nos ha tomado un cuarto de siglo reconocer que la elección o designación de nuestros jueces y magistrados para un período de cinco años, era una receta para el fracaso. Finalmente se ha llegado a la convicción de que es necesario reformar nuestra Constitución para proteger y dignificar la función judicial, pero no para beneficio de los jueces, ¡sino de la sociedad y de sus instituciones!
Dadas las circunstancias de la Guatemala de hoy los riesgos y desafíos propios de la profesión de juez son todavía mayores y a menos que finalmente instituyamos un “Poder Judicial” verdaderamente independiente, pasará otro cuarto de siglo hasta que tengamos que reconocer que, entre cinco y ocho o diez años, las diferencias son de puro matiz. Dadas las circunstancias de impunidad en que vivimos, no estamos para reformas tibias.
Eduardo Mayora Alvarado.
Eduardo Mayora
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