(Publicado por Siglo Veintiuno 30/6/2011)
En Guatemala hay algunos grupos de campesinos y ciertas regiones del país que, por así decirlo: “están fuera del mercado”. Lo están en el sentido de que una parte muy significativa de lo que consumen, lo producen ellos mismos. Quizá compren algunos utensilios de labranza o algunos enseres básicos en comercios integrados a la “sociedad abierta”, e incluso puede que tengan un teléfono móvil, pero su economía familiar es casi autárquica y muy poco productiva. Tan poco productiva que, por tanto, son pobres y padecen los males consecuentes: malnutrición, enfermedades, careen de educación formal, etcétera.
Es en relación con grupos humanos como esos que debe materializarse la idea de la “solidaridad del Estado”. Esta ha de traducirse en programas gubernamentales a tal punto enfocados que, en efecto, contribuyan a que dichos grupos vayan incorporándose a actividades más productivas, dentro del proceso del mercado, que les permitan, con el fruto de sus afanes, un mejor nivel de vida. Yo no recuerdo haber leído o escuchado a algún pensador liberal serio que opine lo contrario; las diferencias que hay –y las hay—son de matiz o de grado.
Ahora bien, para que sea fructífero ese tránsito de un modus vivendi autárquico y de bajísima productividad, hacia una participación en procesos mucho más complejos de incesantes intercambios y de división del trabajo, es necesario sustentar, proteger y potenciar el modelo capitalista.
El modelo capitalista supone que las instituciones jurídicas y políticas del Estado sustenten el respeto a unos derechos razonablemente definidos, protejan esos derechos contra cualquier tipo de agresión y, reduciendo hasta dónde sea posible los costes de transacción, potencien la productividad del sistema.
Los acontecimientos violentos que con alguna frecuencia se suscitan en el agro en torno a las llamadas “invasiones”, por ejemplo, no son parte del modelo. Más bien se presentan porque las instituciones subyacentes al modelo fallan: la policía no es capaz de imponer el orden público, los jueces no actúan con celeridad y con el único fundamento del derecho, los gobiernos, el nacional y los locales, carecen de unas organizaciones y unos procedimientos adecuados para evitar que “la violencia engendre más violencia”.
Esa debilidad de las instituciones políticas y jurídicas subyacentes al modelo capitalista en Guatemala y la ambigüedad con que se hacen valer los derechos de los afectados, hacen de “nuestro capitalismo” uno muy poco productivo. De ese modo, los incentivos de los grupos que están fuera del mercado para transitar hacia el sistema, tampoco son suficientemente fuertes. Entre llevar una vida de familia campesina que prácticamente se auto-sustenta o pasar a engrosar los barrios marginales de algún centro urbano, la diferencia no se percibe –ni es—como algo claramente conveniente.
Pero la paradoja estriba en que, como consecuencia de la poca productividad de “nuestro capitalismo”, a veces por presiones político-sociales, a veces por pruritos ideológicos, las instituciones subyacentes actúan mal, tarde o nunca. El vacío se llena por fenómenos de violencia que, por supuesto, operan en contra de la potenciación del modelo. Es una espiral hacia el fondo.
Eduardo Mayora Alvarado.
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