Cuando una persona se lanza a crear una empresa piensa en sus futuros beneficios. Sabe de antemano el nivel de rentabilidad que le motiva a arriesgar su capital y, si después de hacer sus cálculos el renglón final arroja las ganancias deseadas, entonces se lanza. Cuando ya están en el mercado procurando vender los bienes o servicios que produzca, también sabe hasta qué punto está dispuesta a seguir adelante. Si sus ganancias netas, lo que se lleva a casa limpio de polvo y paja, no satisface el nivel de rentabilidad que le motive a seguir adelante enfrentando los riesgos y desafíos de toda empresa, pues la venderá, si puede, o de lo contrario la cerrará. Esa es la idea básica del sistema capitalista: los empresarios son movidos a arriesgar sus capitales y a aplicar su ingenio y esfuerzo tras un cierto nivel de rentabilidad mínimo. Por debajo de ese nivel tomarán otras opciones que quizás no sean tan rentables como aquella empresa que contemplaban sacar adelante o en la que ya estén empeñados, pero tampoco son tan arriesgadas. En fin, lo que todos sabemos: los empresarios invierten para obtener cierto nivel de rentabilidad y hay una relación directa entre el riesgo y la rentabilidad.
Sin embargo, ningún empresario tiene el poder de aumentar ilimitadamente los precios de los bienes o servicios que venda para mantener siempre esa rentabilidad mínima que le motiva a perseverar. El factor clave que se lo impide es la competencia y, como no consiga alguna ley que prohíba o limite esa competencia, solamente podrá vender sus bienes o servicios a precios de mercado.
Los sindicatos, sean los de los EEUU o de Guatemala, o ambos de consuno, pueden intentar forzar a los políticos a adoptar cualquier tipo de medida para incrementar los ingresos o prestaciones de sus afiliados, bajo la amenaza de promover sanciones bajo el CAFTA o lo que fuere. Si esas medidas tuvieran como consecuencia reducir el nivel de rentabilidad de cualquier empresario por debajo del que lo motiva a permanecer en negocios, pues simple y sencillamente conseguirán que ese empresario cierre la tienda e invierta su dinero en bonos del gobierno o en otras actividades menos rentables, quizá, pero también menos arriesgadas. Puede que pierda ese empresario, sí, pero los trabajadores que él empleaba, sindicalizados o no, también perderán.
Los sindicatos del sector público también tienen el poder de forzar a los políticos a conceder más salarios o prestaciones, sea para evitar acciones problemáticas como el bloqueo de carreteras o para ganarse el apoyo político-electoral de los afiliados y sus familiares. Sin embargo, los contribuyentes que pagan los impuestos para sufragar los presupuestos públicos y la deuda pública, no están dispuestos a entregar más de una cierta porción de sus ingresos a cambio de lo que perciban que les suministra el Gobierno. Por encima de ese nivel, comienzan a evadir parte de sus obligaciones tributarias hasta llegar al punto, en algunos casos, de salirse totalmente del sistema.
Cuando las acciones de los sindicatos traen como consecuencia la destrucción de empresas y empleos o la desmoralización y huida a la informalidad de los contribuyentes, los sindicatos abusan de su poder y dañan a sus propios afiliados y a la sociedad en general.
Eduardo Mayora Alvarado.
Eduardo Mayora
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