(Publicado por Siglo Veintiuno el 4 de agosto de 2011)
En Guatemala no solamente encuentran expresión diversas ideologías contrapuestas sino que, además, dentro de un ambiente de hondas desconfianzas y de polarización. Eso es bien sabido. El punto que quizás se comprenda menos es que la existencia de dichas contraposiciones ideológicas es normal y que en otros países no ha sido obstáculo para emprender reformas extensas y profundas del Estado.
Aquí se traban hasta las reformas sectoriales y superficiales, no porque haya convicciones ideológicas distintas sino porque la desconfianza que, recíprocamente, se tienen los líderes de los grupos encontrados es enorme.
Cuando surge alguna propuesta, sea sectorial o general, de cualquiera de los grupos en pugna la reacción casi automática de los opositores es preguntarse en dónde está el gato encerrado. ¿Tras de qué objetivo oculto van o qué gol intentan meternos?
Y, por supuesto, aunque se sepa y entienda con claridad que, por ejemplo, de la forma como el Amparo está regulado el sistema va a colapsar (o está colapsando), no obstante los intentos de reforma de la ley respectiva se ahogan en un mar de negociaciones entre políticos, interesados en mil cosas menos en rescatar hasta donde se pueda al sistema de justicia.
Cuando se habla de reforma constitucional la propuesta nace casi muerta. La polarización y la desconfianza que nos envenenan como sociedad se yergue como un formidable obstáculo que detiene una revisión indispensable de varios aspectos de nuestro marco constitucional e institucional básicos.
Hay que empezar por la Justicia: sin una verdadera carrera judicial es imposible hablar de independencia. En la centro de ese lamentable enfrentamiento entre la CICIG y los jueces y magistrados de Guatemala, está la inexistencia de un marco que los proteja de presiones externas pero, por otro lado, que genere los incentivos institucionales adecuados para que respondan, moral y jurídicamente, a las exigencias de una sociedad sofocada por la inseguridad y la violencia. Hay que seguir por la estructura administrativa del Estado: esa administración paralela de los consejos de desarrollo urbano y rural no sirve más que para inventar los proyectos que, después, se distribuyen al mejor postor y que constituyen la fuente más importante, tal vez, de la corrupción y el derroche de los dineros públicos. Supone una duplicación de funciones y una serie de superposiciones costosas que opacan los procesos administrativos y ningún beneficio aportan.
Y qué decir de los privilegios: en lugar de prohibirlos, la Constitución manda que el Estado promueva, fomente, subvencione o impulse un largo rosario de actividades y emprendimientos. Todo eso se traduce, tarde o temprano, en privilegios para grupos en los que se concentran los beneficios de unos costos que se difunden entre el resto de la población. Claro está, en ello está el éxodo hacia la informalidad económica porque a nadie le gusta, si puede evitarlo, que lo agarren de tonto.
En fin, los puntos que deben revisarse y reformarse no se agotan en los ejemplos a que aludo arriba, pero eso no importa pues, ante el riesgo de que nos sorprenda el enemigo ideológico, mejor es quedarnos como estamos. Qué razonamiento tan absurdo.
Eduardo Mayora Alvarado.
La Reforma del Estado y las Ideologías
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