(Publicado por Siglo Veintiuno el 29 de septiembre de 2011)
Es verdad que en Guatemala hay que impulsar la reforma constitucional, a fondo, de por lo menos cuatro aspectos básicos de nuestras instituciones, a saber: la supresión de los consejos de desarrollo urbano y rural (que constituyen una burla el principio de separación de los poderes del Estado); la reestructuración del estatuto del servicio civil; la supresión de los poderes y facultades para otorgar privilegios; y la justicia.
Por supuesto, se impone la pregunta: ¿por dónde comenzar? No me cabe duda de que debe comenzarse por la justicia, esto es, por el “sistema de justicia”. Opino así pues, en una sociedad que aspira a vivir bajo el imperio del derecho, los tribunales de justicia son como la “llave de cierre” del sistema en su conjunto.
En efecto, tanto quien defrauda al Fisco como quien extrae un soborno; quien extorsiona a un comerciante o incurre en cohecho; quien quita una vida o malversa los fondos del Estado han de responder, en última instancia, ante un juez. De nada sirve que la Contraloría, la SAT, el MP, la IVE o las víctimas de todos esos delitos inicien una investigación, formulen un ajuste o promuevan una denuncia si la justicia… falla.
El pasado veintiuno de septiembre este diario publicó una nota de acuerdo con la cual tanto la CICIG como la Asociación de Jueces y Magistrados coincidían en que la propuesta de reforma constitucional del sistema de justicia, planteada por la USAC, la URL y ASIES se queda corta. Y tienen razón. Una vez más, una sociedad que aspire a vivir bajo el imperio del derecho y no de grupos de presión o de interés que lo negocian todo, o bajo la voluntad más o menos arbitraria de quienes ostenten el poder en un momento determinado, necesita contar con jueces verdaderamente independientes, capaces de erigirse por encima de los intereses en juego de las circunstancias pasajeras. Deben ser imparciales, contar con los recursos necesarios y, por supuesto, ser competentes y probos.
Eso es imposible conseguirlo como no sea sobre la base de una carrera judicial bien estructurada, que constituya ese conjunto de incentivos intelectuales, materiales, cívicos y profesionales capaces de atraer y, sobre todo, de conservar al tipo de juristas-ciudadanos que haga falta para derrotar, finalmente, a la impunidad.
No pongo en duda que haya algunos jueces o magistrados en la actualidad que hayan incurrido en actos de corrupción. En ese contexto quizás quepa hablar de una “depuración”. Pero aun así, ¿cómo puede darse tal depuración como no sea ante la justicia misma? Esos jueces han cometido delitos y tendrían que ser citados, oídos y vencidos en juicio, ¿ante el mismo sistema que se estima hoy agotado?
Es por esa razón que opino que, más que de “depuración” debe hablarse de “reforma del sistema de justicia” y más que “hablar” hay que “actuar”. Después de haber implementado dicha reforma existirían los medios para que el propio sistema se depure de manera permanente. Porque no existe tal cosa como jueces perfectos, infalibles o incorruptibles. Por eso es que hacen falta unas reglas y órganos de aplicación de esas reglas que, permanentemente, permitan disciplinar, corregir y en el caso extremo, expulsar del sistema y sancionar a los que delincan.
Eduardo Mayora Alvarado.
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