(Publicado por Siglo Veintiuno el 24 XI 2010)
Hay varios tipos de protestas públicas. Algunas surgen espontáneamente, nutridas por un rechazo generalizado al régimen imperante, como las que se han ido suscitando en el mundo árabe, por ejemplo. Otras son sectoriales, pero persiguen un objetivo común o general, como cuando las madres angustiadas se manifestaron contra la inseguridad y la criminalidad impune. Pero hay protestas públicas sectoriales, planificadas deliberadamente y dirigidas a la consecución de un beneficio igualmente sectorial. No todas merecen la misma actitud de tolerancia.
En el primer caso carecería de sentido calificarlas de legales o ilegales, puesto que, por definición, las protestas pretenden poner en tela de juicio, más que la legalidad del statu quo, la misma legitimidad del régimen del que fluyen las normas jurídicas del Estado y del que dependen los órganos públicos que las hacen valer coercitivamente. Cuando de este tipo se trata, los análisis se enfocan, más bien, en cuán extendidas o generalizadas sean las protestas. ¿Se trata de una facción minoritaria pero vociferante o de un pueblo que ya no aguanta más? Claro está, estas manifestaciones públicas suelen suscitarse en lugares y circunstancias en las que, para empezar, la disidencia tiene poca cabida si alguna.
Las protestas sectoriales, pero en pos de un objetivo común se parecen a las anteriores, pero con la característica de que el liderazgo o iniciativa la asume algún sector de la sociedad en particular. Ese sector se erige así en “portavoz” de la generalidad de los habitantes que, por miedo, falta de organización o la razón que fuere, no se congregan en las plazas ni marchan por las calles. También aquí suele analizarse hasta qué punto el sector que haya tomado la bandera verdaderamente goza del respaldo, aunque fuere indirecto, de la generalidad de la población y, además, hasta qué punto puede esgrimir la solvencia moral para arrogarse esa representación. Aquí puede que la legalidad no sea un criterio relevante para juzgar al movimiento –si de derrocar al régimen vigente se tratara, por ejemplo—pero generalmente los objetivos son más circunscritos y concretos: el alza del precio de un servicio público general, la aprobación de un impuesto o la limitación de alguna libertad política o económica, por ejemplo. El recurso a la ilegalidad o a la violencia (per se ilegal) cuando de este tipo de protestas se trata, las convierte en un medio censurable aunque los fines que persiga pudieran estimarse encomiables.
Pero las protestas públicas deliberadamente planificadas por un sector, para beneficio directo de ese sector, deben sujetarse a un riguroso escrutinio de legalidad. Cuando un sector recurre a la protesta pública para hacer oír su voz o incluso para conseguir el apoyo de la generalidad de la ciudadanía, pero en beneficio propio: aumentos salariales, subvenciones, subsidios, exenciones fiscales, privilegios de cualquier tipo, etcétera, el resto de la ciudadanía tiene el derecho claro e inmediatamente exigible a que los órganos del Estado vigilen con todo celo la legalidad del movimiento. En este tipo de casos no puede haber “legitimidad sin legalidad”. La coacción contra ciudadanos inocentes, como cuando se bloquea una carretera, por violenta e ilegal, destruye automáticamente la legitimidad o la justicia de las reivindicaciones que se planteen. No cabe concebir protestas públicas con fines sectoriales legítimas o justas si recurren a medios ilegales o violentos.
Eduardo Mayora Alvarado.
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