Publicado por Siglo Veintiuno, marzo de 2012.
El martes pasado Siglo Veintiuno publicó una entrevista con el señor Alberto Brunori, representante de la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas. En la entrevista no se presentan las razones en que se basan las opiniones que el señor Brunori expresa que, por otra parte, coinciden casi exactamente con las que suelen pronunciar en Guatemala los líderes de partidos de izquierda al igual que algunos activistas de derechos humanos. Me refiero a que no se trata de puntos de vista diferentes o novedosos sino de una visión del mundo que, me parece, es bien conocida entre nosotros. Quisiera en esta ocasión comentar dos ideas expuestas en esa entrevista, tratando de justificar brevemente mi desacuerdo.
Preguntado sobre cuál sería la deuda principal que se tiene respecto de los derechos humanos, el señor Brunori expuso que: “la primera deuda es con los pueblos indígenas, mayoría del país”. Añadió que: “si uno ve el mapa del país se da cuenta de que las áreas de pobreza son directamente proporcionales a la presencia indígena”.
No se explicita por el entrevistado quién, exactamente, sería el “deudor” responsable del pago de dicha deuda. ¿Se trata del Estado, de la población no indígena, de la población de cierto nivel de ingresos, incluyendo a los indígenas que tengan ese nivel, o de todos ellos? Sin embargo, del contexto de la entrevista se puede deducir, me parece, que la tesis de Brunori es que si hubiera más gasto social (que reconoce que ha aumentado sin ninguna consecuencia) habría entonces menos desigualdades y, de ese modo, por así decirlo, se amortizaría la deuda.
Dicho de otra manera, se trata del bien conocido paradigma de un Estado benefactor que se encarga de la redistribución de la riqueza para nivelar las desigualdades. Tan conocido es el modelo que ni falta hace detenerse a describirlo. Pues bien, ese es el paradigma que en Guatemala se viene implementando con diversos matices y muy poco éxito desde, más o menos, la Revolución de 1944. Y no ha tenido éxito porque lo que esas masas de campesinos pobres, indígenas o no indígenas, necesitan para vivir mejor es que la inversión de capital en este país sea mucho mayor y, de ese modo, en lugar de labrar parcelas improductivas puedan optar a empleos formales que les reporten ingresos estables.
En segundo término, el señor Brunori lamenta “la ausencia del derecho a la consulta de los pueblos indígenas en el tema de minería e hidroeléctricas, a pesar de que Guatemala ratificó el Convenio 169…” Ese convenio dice muchas cosas, pero en cuanto a este punto específico prevé que “cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente” (a los pueblos indígenas), “los gobiernos deberán… consultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas…” En mi opinión, esto es muy diferente de la idea de que, cada vez que se vaya a construir una hidroeléctrica o a iniciar un proyecto minero, un puñado de activistas más un par de líderes locales decidan llevar a cabo una “consulta popular”.
Eduardo Mayora Alvarado.
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