(Publicado por Siglo Veintiuno; junio de 2012)
He sostenido en mi artículo anterior que la Constitución vigente se fraguó en circunstancias sumamente adversas como para que se consiguiera un verdadero “pacto constitucional”, además de adolecer de defectos técnicos importantes. Pero según mi parecer, ninguna de esas circunstancias justificaría, por sí misma, el enorme costo y desgaste que supone una reforma constitucional, de cualquier manera que se haga. La reforma es necesaria, creo, porque fue imposible para las instituciones gubernamentales, jurisdiccionales y políticas del país, al igual que para los líderes de los diversos sectores de la vida nacional, remontar esos defectos interpretando las reglas de la Constitución de manera que no se aprovecharan como pretextos para que muchos de los protagonistas de nuestra historia contemporánea “llevaran agua a su molino”.
Para no ser injusto ni asumir el plano de juez supremo, como si tuviera la autoridad o los méritos para hacerlo –solamente comparto una opinión fruto de muchos años de reflexión—debo indicar que ha habido magistrados de la Corte de Constitucionalidad y otros tribunales, diputados al Congreso de la República, presidentes y otros funcionarios del Poder Ejecutivo, líderes de partidos políticos y otros personajes de la vida pública del país que, en un momento u otro, verdaderamente intentaron convocar a la ciudadanía para que se consiguiera eso que en algunas de sus sentencias la CC, por ejemplo, ha llamado una “interpretación armónica” de nuestra norma fundamental. Sin embargo, los intereses mezquinos, eso que los economistas llaman “incentivos perversos” y la oportunidad que la propia Constitución ofrece, sin ser formalmente contravenida, de dar cabida a los abusos o al cambalache de favores, privilegios o influencias, han podido más.
La reforma que, insisto, según mi opinión, es la más importante es la del sistema de justicia. Ninguna sociedad políticamente organizada puede convertirse en un Estado de Derecho cuando priva a sus jueces y magistrados de la independencia, estabilidad y dignidades acordes a su alta investidura. Primero, porque son presupuestos lógicos y materiales de la imparcialidad y la objetividad, elementos consustanciales a la justicia; segundo, porque en todas las sociedades, pero sobre todo en una que sufre, como la nuestra, de niveles extraordinarios de violencia y de conflictividad en casi todos los aspectos de su existencia, los jueces asumen enormes riesgos. Riesgos proporcionales a la naturaleza de sus responsabilidades.
Por tanto, la propuesta de la USAC, ASIES y la URL en este aspecto me parece casi inexplicable a la luz de las circunstancias que vivimos y de los criterios generalmente considerados indispensables para una buena administración de justicia. Pasar de cinco a diez años el plazo de las funciones judiciales, para sintetizarlo en esto, no equivale a crear la carrera judicial ni sería suficiente para que pueda conseguirse un giro copernicano en materia de justicia. Puede que sea un paso en la dirección correcta, pero Guatemala no está para dar “un paso” sino para dar “el paso” hacia una verdadera justicia institucional e independiente. (Continúa)
Eduardo Mayora Alvarado.
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