(Publicado por Siglo Veintiuno; junio de 2012)
¿Qué es al final de cuentas el Estado de Derecho? A mi juicio, un estado de cosas en el que gobernantes y gobernados están sujetos y se atienen al mismo conjunto de reglas promulgadas oficialmente y responden ante jueces independientes e imparciales de sus actuaciones contrarias a dichas reglas. Este ideal jurídico y político ha pasado a formar parte del discurso público en Guatemala con gran intensidad desde la Asamblea Nacional Constituyente que supuso el regreso a la democracia; sin embargo, por la razón que fuere, el énfasis se ha hecho desproporcionadamente en el tema de las reglas.
Me refiero a que en ese discurso público el objeto de debate ha sido, casi sin excepción, cuáles son las reglas, qué dicen o si lo que disponen se conforma o no con el ideal del Estado de Derecho (o del “imperio del derecho”, como prefiero llamarlo). De ese modo, al paso que la realidad demuestra a cualquier ciudadano medianamente consciente de su entorno que el ideal del imperio del derecho se ha ido alejando de su experiencia cotidiana, los líderes políticos, los medios de comunicación social, la “sociedad civil” claman por más reglas para prohibir, por ejemplo, el enriquecimiento ilícito (como si nunca antes hubiera sido prohibido), o para fiscalizar a las ONGs y a los fideicomisos (como si no estuviera mandado que la CGC deba fiscalizar cualquier uso de fondos públicos, no importa por quién). Así ha llegado a predominar cierta mentalidad entre la generalidad de los ciudadanos de acuerdo con la cual la impunidad que reina en Guatemala se debe a que no contamos con las reglas que prohibirían o penalizarían los innumerables delitos e infracciones legales que diariamente se cometen.
Pero el problema es que las reglas que están mal o que hacen falta para implantar el imperio del derecho no se relacionan, en nueve de cada diez casos, con la sustancia de las violaciones legales, es decir, con la estafa, el homicidio, la usurpación, la injuria, la falsedad, la negligencia, el secuestro, la malversación, el peculado, el cohecho, etcétera, que tienen décadas de estar sancionados. No; las reglas que hacen falta o deben modificarse desde la Constitución para abajo se relacionan con la segunda parte de la definición que he ofrecido de Estado de Derecho: “…y responden ante jueces independientes e imparciales de sus actuaciones contrarias a dichas reglas.”
Parece mentira, pero muchos guatemaltecos pretenden que jueces y magistrados cuya estabilidad, independencia y dignidad profesional no están protegidas ni garantizadas por la Constitución y las leyes del país casi del todo, deban enfrentarse heroicamente a los responsables de la corrupción, el narcotráfico, la trata de personas, las extorsiones, las violaciones, la degradación del medioambiente, los asesinatos, etcétera. Esto es absurdo pues las reglas no se hacen valer por sí solas y, desgraciadamente, las reservas morales de la nación, que hace una o dos generaciones fueron los pilares de la vida civilizada en Guatemala, casi se han agotado. Por eso he afirmado que la más importante reforma constitucional, y a fondo, es la del sistema de justicia (Continúa).
Eduardo Mayora Alvarado.
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