(Publicado por Siglo Veintiuno; junio de 2012).
En cierto modo tienen razón quienes opinan que no puede afirmarse si la Constitución Política es buena o no, porque no se aplica. Sin embargo, la Constitución no se aplica, principalmente, por los problemas que fluyen de sus propias reglas. En parte, porque establece cosas imposibles, en parte porque regula estructuras administrativas redundantes y, por último pero lo más grave, porque ha estatuido un poder judicial cuyos jueces y magistrados carecen de las condiciones y garantías de independencia y estabilidad que son los presupuestos de la imparcialidad y la justicia.
Ahora bien, esto no se debe a las intenciones de los constituyentes de 1985 que, por lo que a mí toca, fueron nobles y buenas pero se enfrentaron con unas circunstancias muy adversas para producir un documento constitucional adecuado. Vivíamos en un momento muy complejo de la historia del país porque, por un lado, la insurgencia armada había derivado en una organización terrorista (volando torres y puentes, colocando bombas en edificios y otras infraestructuras, secuestrando y asesinando, etcétera) y sus ramificaciones ideológicas y políticas aquí y en el extranjero exacerbaban ciertos temores y pruritos. Por otro lado el poder civil había perdido legitimidad y sustento por fenómenos de creciente corrupción e incompetencia administrativa y el Ejército de Guatemala se había desgastado mucho, sobre todo porque algunos altos oficiales habían caído en actividades ilícitas y otros habían abusado de su poder, incurriendo en violaciones de los derechos humanos o, simplemente, para enriquecerse. El sector privado organizado estaba, metafóricamente hablando, en pie de guerra y con la consigna de defender a toda costa un sistema y una forma de vida basados más en la propiedad privada que en la idea de un mercado abierto y de libre competencia. Las mayorías sufrían los rigores de una economía estancada y de una situación política polarizada y violenta. En el plano internacional la guerra fría, en la que nuestro conflicto estaba inserto, subrayaba las confrontaciones ideológicas.
Además, el proceso constituyente tuvo que desarrollarse tras las cámaras televisivas y las grabadoras de los reporteros. Era imposible que los principales protagonistas no llevaran a los debates de la Asamblea, en buena medida, las cuestiones políticas del momento y de cara a las elecciones que se avizoraban inmediatamente al regresar a la democracia. Muchos constituyentes pensaban que su perfil como tales incidiría en sus probabilidades de una carrera política próspera después de concluido el proceso.
Por tanto, la Constitución más que un pacto propiamente “constitucional” fue un pacto político-ideológico que, encima, adoleció de defectos técnicos que se han evidenciado al paso de estas casi tres décadas. Un pacto constitucional se hubiera limitado a regular unos derechos verdaderamente fundamentales, a las reglas básicas del proceso político y las estructuras vertebrales de los tres poderes del Estado. Todo lo demás, se hubiese relegado a la función legislativa de mayorías calificadas, para algunos temas, o de mitad más uno para los demás. (Continúa)
Eduardo Mayora Alvarado.
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