(Publicado por Siglo 21 en mayo 2012)
Una lectura desapasionada del Convenio 169 de la OIT no puede conducir a la conclusión de que las consultas comunitarias operen como una “aprobación” o como un “veto”. El artículo 6 contempla, por un lado, que el Estado prevea tomar medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectar “directamente” a los “pueblos indígenas” y, por el otro, una consulta que persiga la finalidad de “llegar a un acuerdo” o de lograr un “consentimiento” sobre dichas medidas. El artículo 15, 2 enlaza la explotación de minerales o de los recursos del subsuelo con la obligación del Gobierno de mantener procedimientos de consulta (no “consultas comunitarias”) para determinar si los pueblos indígenas serían perjudicados y de modo que participen (siempre que sea posible) de los beneficios y que sean indemnizados por los daños que puedan sufrir. El artículo 17, 2 dice que debe consultarse a los pueblos indígenas (por parte del Gobierno) cuando “se considere su capacidad de enajenar sus tierras” y otros derechos. El artículo 22, 3 trata de consultas sobre programas especiales de formación; el 27, 3 de consultas sobre las instituciones educativas de los pueblos indígenas (siempre que satisfagan las normas mínimas establecidas por la autoridad competente); y el artículo 28, 1 contempla que el Gobierno consulte con los pueblos indígenas sobre la enseñanza en su propia lengua (siempre que sea viable). Nada de eso apunta a que cada comunidad organice su propia consulta cada vez que alguien emprenda un proyecto hidroeléctrico, por ejemplo, como tampoco que un “no” sea vinculante u opere en contra de los derechos de terceras personas.
De todas formas la idea básica del Convenio 169 es una receta para el fracaso económico. El punto es que todas las sociedades humanas que más han progresado han adoptado una técnica muy específica y su gran desarrollo obedece, principalmente, a que han adoptado dicha técnica.
Se trata de dos conjuntos de reglas, uno que se crea y formula deliberadamente (principalmente el derecho público), y otro que se va descubriendo y articulando al paso del tiempo (principalmente el derecho privado). Llamemos a la suma de los dos conjuntos: “la Ley”.
Cuando la Ley define con suficiente certeza los límites y condiciones de nuestras actuaciones válidas, cada uno de nosotros puede planificar su vida con base en expectativas razonables. Al contar con esa base, cada uno de nosotros puede coordinarse con los demás, celebrando contratos, invirtiendo, ahorrando, consumiendo, desarrollando una carrera, todo ello para lograr los fines que a cada uno le interesen en la vida. Y es aquí donde las consultas comunitarias tornan al sistema sumamente ineficiente: generan falta de certeza sobre cuáles son las expectativas legítimas con base en las cuales cada uno de nosotros puede actuar. No basta que se actúe con base en la Ley, además hay que esperar a lo que pueda ser la “opinión” de otras personas. No es suficiente que la Ley defina en qué casos debe indemnizarse a terceros por daños ambientales, debe escucharse su “opinión”. He ahí la diferencia.
Eduardo Mayora Alvarado.
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