(Publicado por Siglo 21 en abril 2012)
Son cuadros de costumbres que se observan por las carreteras del país y sus alrededores por estos días:
Primero. En la palangana de un pick-up viajan tres personas. Una niña y dos adultos. La niña tira a la vera del camino el recipiente de cartón, ya vacío, de una bebida cualquiera. A los dos adultos les da totalmente igual pues, por lo visto, la basura es parte de su mundo.
Segundo. Un tramo de la carretera está en reparación y la cuadrilla encargada interrumpe el tráfico en una dirección para dar paso a los que vienen en el otro carril. Un autobús sobrecargado se detiene y, casi al instante, aparecen cuatro o cinco vendedores de bolsas llenas de agua, de maní o de trozos de mango. Salen de las ventanas muchas manos para entregar el dinero y tomar las bolsas. Cinco minutos después cae una lluvia de bolsas plásticas vacías del autobús al suelo. Dos policías recostados contra su auto-patrulla conversan indiferentes.
Tercero. Un vehículo lujoso, de esos llamados “SUV”, se detiene, con las ruedas del lado izquierdo todavía sobre la pista, a comprar sandías en uno de muchos puestos instalados a la orilla de la carretera. No le parece el precio y, sin más, arranca y avanza unos cuantos metros para aparcarse al lado de otro puesto. Al conductor no le interesa si así pone en peligro a otros vehículos que van por la carretera; desciende acompañado de un joven adolescente y compran tres o cuatro pedazos de sandía envueltos en hojas de papel. Pocos kilómetros después salen volando de las ventanas del SUV las cóncavas cortezas de la hermosa fruta, ya devorada.
Cuarto. De una estación de servicio, de las que cuentan con tiendas de conveniencia, sale un auto a toda velocidad. Lleva a cuatro o cinco personas que pudieran ser universitarios o jóvenes profesionales. Parece que beben cerveza u otras bebidas enlatadas. Diez minutos después comienzan a rodar y a saltar por la carretera las latas ya vacías. Una de ellas obliga al microbús que va detrás a maniobrar para evitarla. Quienes la tiraron ni se enteran.
Quinto. Un camión de peso medio, ya antiguo y destartalado, va lentamente cuesta arriba. El chofer saca el brazo para indicar que va a dejar la pista en un punto contiguo a una cañada. Al detenerse retrocede y dos ayudantes, que viajan en la parte trasera, descargan con palas y a toda prisa los que parecen ser desechos de alguna construcción que ha sido demolida.
Sexto. A lo largo de unos diez kilómetros no se ven casas ni pueblos. A unos cuantos pasos de la carretera, un poco en alto, se suceden uno tras otro los palos a los que se han clavado unas cuatro hileras de alambre espigado. Del otro lado hay arbustos, llano más bien seco, unos cuantos de esos árboles muy guatemaltecos y, al fondo, inevitablemente, esas montañas que parecieran gritarle a quienes las miran: — ¡éstas, sí son montañas! Si tan sólo no colgaran del alambre espigado bolsas de todos tamaños y colores que el viento ha trabado allí, como un monumento a todos esos viajeros tan carentes de urbanidad, tan indiferentes a las bellezas de nuestros caminos y de un espíritu estético tan pobre, tan pobre, tan pobre…
Que sean estos días de paz para todos.
Eduardo Mayora Alvarado.
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