(Publicado por Siglo 21 en abril 2012)
La regulación estatal de las actividades humanas acarrea dos tipos de costos: los directos y los indirectos. Por tanto, es necesario identificar los beneficios directos e indirectos que justificarían dictar las leyes y reglamentos que contienen esas regulaciones. Y para llevar a cabo ese ejercicio comparativo hay que tener en cuenta los incentivos que operan en relación con la actividad regulada o que pretenda regularse.
Así, por ejemplo, las leyes y reglamentos bancarios contemplan que la Superintendencia de Bancos examine las credenciales de quienes pretendan ser administradores de bancos y que apruebe su nombramiento. A primera vista parece lógico que los directores de instituciones financieras deban contar con la experiencia y competencias adecuadas y, además, que el Estado deba supervisar que así sea. Después de todo, la legislación ha creado reglas especiales que permiten a los bancos convertirse en dueños de los dineros de los abortistas y prestarlos, al mismo tiempo que mantienen la promesa de devolverlos.
Ahora bien, como puede atestiguarlo cualquier persona que haya tenido necesidad de contratar los servicios de un administrador de alto nivel, el proceso para su selección es largo y complejo. Es un proceso costoso.
Por otro lado están los accionistas de los bancos que, en condiciones normales, obtendrían mayores utilidades si el banco del que son dueños se administra eficientemente. Por supuesto que los depositantes también tienen algo que ganar si el banco en que tengan sus ahorros se administra bien; sin embargo, fuera de un caso de bancarrota o cosas parecidas, los accionistas están motivados por incentivos más fuertes que los ahorristas porque sus posibles pérdidas y sus potenciales ganancias son, por lo general, mayores. Y, ese mismo orden de ideas, los incentivos de los accionistas son todavía más poderosos que los de los órganos estatales.
En definitiva, en condiciones normales tanto los ahorristas como el sistema bancario en general tienen mayores razones para esperar dos cosas: una que los accionistas gastarán los recursos necesarios para contratar a los mejores administradores posibles y, otra, que si se equivocan también están bajo los incentivos adecuados para para rectificar su error.
Nada de esto quiere decir que el proceso de selección de administradores por los accionistas sea perfecto sino que, por regla general, ellos pagarían más caro que los ahorristas y que los funcionarios de la SIB un error y que tendrían más que ganar, también, si escogieran a administradores competentes y eficientes.
Por tanto, este sería un caso en el que la regulación estatal solamente debiera ocuparse de las anomalías y no de los casos generales. De ese modo el Estado se ahorraría recursos, dejando que aquellos que verdaderamente tienen mucho que perder si las cosas salen mal, asuman esos costos.
Adicionalmente, los ahorristas seguirían protegidos contra la designación de administradores incompetentes o inescrupulosos, puesto que sus intereses convergen con los de los accionistas. Las probabilidades de error, a nivel de los órganos estatales, son mayores y realmente difíciles de detectar excepto cuando ya es demasiado tarde.
Las regulaciones ineficientes, que consumen más recursos de los que ahorran o de los que daños que previenen, nos hacen más pobres a todos.
Eduardo Mayora Alvarado.
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