(Publicado por Siglo 21 en noviembre 2012)
Desde hace ya tiempo nos hemos tragado al costo la idea esta de que hay que dialogar. Un país que no dialoga, un gobierno que no dialoga, una autoridad que no dialoga, un jefe que no dialoga, un padre que no dialoga son tenidos, casi ipso facto, como autoritarios y hasta malos pero, realmente, ¿cuándo es obligado, legal o políticamente sentarse a dialogar?
Reflexionando un poco sobre la cuestión a la luz de los acontecimientos acaecidos en Tajumulco, San Marcos, creo haber encontrado el ejemplo casi perfecto de cuándo no es obligado dialogar. Empero, vayamos de lo general a lo particular, mejor.
Para empezar, opinaré que es razonable describir a las democracias modernas como unos procesos de diálogo institucionalizado. Me refiero a que la idea detrás del sistema es, fundamentalmente, que de un diálogo entre ciudadanos inquietos y comprometidos nacen los partidos políticos. Una vez instituidos, dentro de sí mismos se producen una serie de diálogos que los cortan, digamos, vertical, horizontal y transversalmente. Se dialoga a nivel de las bases, de los líderes locales, de la ideología, de las políticas públicas, de las propuestas de coyuntura, de las estrategias de largo plazo y de las tácticas de campaña, etcétera.
Después de los procesos electorales, durante los cuales dialogan los candidatos entre sí y con sus electorados y los medios de comunicación social, quedan electos unos representantes y un Ejecutivo, además de los gobiernos locales. Estos han ganado porque, tras proponer un cierto proyecto, sus seguidores les han votado. Puede que en ese diálogo ni la propuesta haya sido muy clara ni la aceptación mediante el voto muy consciente, pero nadie ha dicho que la democracia sea perfecta sino solamente que es el sistema “menos imperfecto”. En fin, al seno del Congreso, de los concejos municipales, de las comisiones parlamentarias, de las instancias de jefes de bloque y muchas otras cosas, se producen otros diálogos y, así también, el Ejecutivo se sienta de vez en cuando a la mesa con la oposición, con los sindicatos, con el sector privado, con los cooperativistas, las iglesias y un sinfín de grupos de interés especial bien conocidos. Y se producen diálogos.
Como consecuencia de todos esos inter-relacionamientos, se promulgan leyes, se dictan ordenanzas municipales, se emiten acuerdos gubernativos y reglamentos y se formulan políticas públicas. Todos estos son lo que pudiéramos llamar “los productos” de los diálogos en que consiste el proceso político democrático. Algún día tienen que brotar esos “productos”.
Bien, en un sistema democrático, ¿qué debe hacerse una vez que ha brotado una ley, una política pública, un reglamento, etcétera? ¿Debe entonces comenzarse a dialogar de nuevo? Yo estoy convencido de lo contrario, esto es, de que una vez que se ha cumplido con las reglas y procedimientos del proceso político democrático dando fruto “al producto”, ha llegado el momento, por regla general, de aceptar que en ese sistema de gobierno, salvo el rarísimo caso de las aprobaciones unánimes, muchas veces uno no va a estar de acuerdo con “los productos” del sistema. ¿Es ese el momento de exigir un diálogo? Si así fuera, la democracia sería una forma de gobierno caótica porque nunca se llegaría a decisiones, o casi nunca.
Eduardo Mayora Alvarado.
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