(Publicado por Siglo 21 en febrero 2012)
Opino a favor del concepto de las transferencias condicionadas pero en contra de las subvenciones a los campesinos de los minifundios. Pero no creo ser incongruente al opinar así, ni desde un punto de vista de ética social ni desde una perspectiva económica.
A las transferencias condicionadas las entiendo como una técnica por medio de la cual se intenta “cubrir la diferencia” que impide a ciertas familias o grupos muy pequeños de familias, salir del círculo de la autarquía primitiva. Así, las transferencias condicionadas suponen poner a disposición de una familia los recursos que, por ejemplo, permitirían liberar suficiente tiempo de los hijos para que, en lugar de arar el campo al lado de su padre, puedan ira a una escuela que, por muy elemental y modesta que sea, les abra las ventanas de un mundo que, de otro modo, seguirá cerrado para ellos. Por tanto, debe tratarse de familias que, por encontrarse en un nivel de mera subsistencia, no tienen ya qué sacrificar para que sus hijos puedan ir a la escuela.
Así entendidas las transferencias condicionadas, el Estado, con los recursos aportados por los contribuyentes, por supuesto, les cubre a los beneficiarios el coste de oportunidad de dejar ir a los hijos a la escuela. La falta de esos hijos redunda, naturalmente, en una menor productividad de esa diminuta economía familiar que, a no ser por las transferencias condicionadas que se entregan, simplemente perecería.
Distinto es el caso de las subvenciones por medio de la entrega de fertilizantes o del pago de precios encima de los de mercado por los productos de los pequeños campesinos. Lo que hacía INDECA, institución que, aparentemente, saldrá de su tumba.
Este tipo de subvenciones es una trampa muy peligrosa pues, de llegar a funcionar, convierten en económicamente viable a una pequeña empresa agropecuaria que, de otra manera, por inviable, se abandonaría por su propietario. Pero además, los campesinos subvencionados traen al mercado cierta oferta adicional de productos que, naturalmente, supone una baja de precios que les arruina sus márgenes de ganancia a otros campesinos que, sin esa distorsión, operarían con mayor rentabilidad.
Claro, uno se pregunta qué sería de los campesinos que, sin las subvenciones en dinero o en especie, dejaran sus modestas explotaciones agropecuarias. ¿De qué vivirían? No cabe duda de que los procesos de ajuste siempre son dolorosos y que es casi imposible evitar que algunas personas salgan dañadas. Sin embargo, también hay técnicas para mitigar los efectos de ponerle fin a una subvención que no hace más que prolongar la agonía de una empresa inviable, que es una mentira. Técnicas que tienden un puente básico para que los que han sido llevados a mantener viva esa mentira, la dejen de una vez por todas y busquen otras opciones. Además, cuando en una economía se deja de asignar recursos para empresas improductivas, las que sí lo son se vuelven más rentables y pueden entonces crecer y demandar más mano de obra. Si, por otro lado, el coste de los fertilizantes subvencionados y de los sobreprecios pagados por INDECA se dedicara a proveer a los ciudadanos de seguridad física y de seguridad jurídica, las inversiones y los empleos aumentarían todavía más. Ese es el ciclo natural de la economía; las subvenciones son postizas y, como remedio, salen más caras que la enfermedad.
Eduardo Mayora Alvarado.
Sé el primero en comentar