(Publicado por Siglo 21 en diciembre 2012)
También se ha criticado lo que he escrito en cuanto a la iniciativa de ley para un sistema de desarrollo rural integral porque, como decía en mi artículo anterior, no ofrezco una alternativa que permita a los indígenas conservar sus costumbres ancestrales, incluyendo el cultivo autárquico de la tierra. Es verdad, yo no propongo nada para conseguir ese propósito porque lo estimo inmoral. Creo que el hecho de que otros decidan por ellos cuál deba ser su estilo de vida, sus costumbres, o sus modos de producción, etcétera, lesiona la libertad, base de la dignidad, de cada hombre y mujer de los que viven en el campo.
Cuando afirmo algo así como lo dicho en el párrafo de arriba se me replica que, realmente, los campesinos indígenas, sobre todo, no tienen opciones reales, más que perecer. Realmente sabemos que, salvo casos excepcionales, esto no es así pero, para esos casos y para los grupos de población que por sus propios medios no podrían salir de su diminuta economía de autoconsumo aunque lo quisieran, sí que hay un rol para el Estado y para la solidaridad privada. Como expresé hace algunos años, creo que los programas de transferencias directas condicionadas son una respuesta razonable para esos casos límite.
Pero no quisiera dejar pasar por desapercibido mi aserto de que, en definitiva, ni el Estado ni ninguna persona o grupo de personas pueden arrogarse el derecho de decidir que determinados guatemaltecos, por el hecho de que su historia personal o familiar sea de un tipo u otro, deban continuar así. Cada uno de ellos es un ser humano con inteligencia y voluntad libres y debe respetarse y protegerse su derecho a elegir qué tipo de vida le interesa seguir. En mi opinión, la iniciativa de ley de desarrollo rural integral, de ser aprobada, operaría en contra de esta libertad básica.
Al intentar trasladar recursos cuantiosos, generados por un sector de la población, que ha elegido vivir en el mercado abierto, para prolongar la agonía de un modelo de economía rural altamente improductivo, en que vive otro sector de la población, se comete una enorme injusticia y un grave error económico. En efecto, de acuerdo con las estadísticas del INE (ver Siglo 21, Pulso, 23.11.2012), en la Ciudad de Guatemala el nivel de pobreza alcanza al 19% de la población mientras que en Alta Verapaz, Sololá, Totonicapán, Quiché y en Suchitepéquez, la pobreza afecta a más del 70%. Cada lector puede sacar sus propias conclusiones sobre qué modelo económico convendría promover, si uno que se parezca más al mercado abierto que, aunque sofocado por mil regulaciones intervencionistas, opera en la capital de la República, u otro más parecido a las pequeñas economías familiares o tribales cuya falta de productividad es irremediable.
Yo soy de opinión que el Estado no debe promover ni uno ni otro modelo, sino enfocarse enfáticamente en dar seguridad personal y jurídica y, para los casos límite, organizar programas, como el de transferencias condicionadas, que amplíen sus opciones a cada persona. (Continúa)
Eduardo Mayora Alvarado.
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