(Publicado por Siglo 21 en abril 2013)
No nos engañemos, los sucesores ideológicos de la URNG han interpretado la firma de “la Paz” como la firma de “una Paz”. Se firmó, interpretan ellos, un acuerdo para poner fin a las acciones militares y de terrorismo. Para poner fin, también, a la operación de grupos armados que desafiaban, explícitamente, al régimen político existente. Para poner fin, por último, a una organización con un fin específico: subvertir el orden existente, por medio de un método muy concreto: la violencia armada.
A cambio de eso, se asumieron compromisos por ambas partes para lograr ciertas metas (como de carga tributaria y de crecimiento económico) y objetivos (como la “constitucionalización” de los Acuerdos de Paz) y, la Guerrilla, asumió el compromiso de sujetarse al régimen jurídico de la República para encauzar por medios legales sus afanes políticos.
Esto último conllevaba, necesariamente, respetar los límites de legalidad sustantivos y los adjetivos. Entre los primeros están, por ejemplo, la libertad de acción, el derecho de propiedad y la libertad de industria, comercio y trabajo. Más específicamente, nadie puede, legalmente, promover objetivos políticos que operen en contra de esos derechos y libertades constitucionales. Entre los segundos están, por ejemplo, que nadie puede ser privado de sus derechos sin un proceso legal previo seguido ante juez competente. Por consiguiente, si una comunidad estima que su chalé está situado en terrenos que alguna vez fueran un sitio sagrado para alguno de los pueblos precolombinos, o para sus abuelos, no pueden tumbar la cerca y ocupar su jardín; primero, esa comunidad tendría que esgrimir una ley que le confiera un derecho igual o mejor que el suyo y tendría que hacerlo valer ante un juez competente y preestablecido.
Pero los sucesores de los revolucionarios que firmaron “la Paz” no ven las cosas así. Se ha firmado “una Paz”, piensan ellos, que no abarca sus acciones deliberadas para coaccionar al Gobierno o a particulares con bloqueos, ocupaciones, invasiones, vandalismo o instigaciones a incumplir obligaciones legalmente adquiridas, etcétera.
En pocas palabras, entienden que nada obsta a que el estado de cosas que les parece justo o deseable se imponga “de hecho” sin que, primero, se apruebe, por los cauces del proceso político constitucional, “de derecho”. Al mismo tiempo reclaman el cumplimiento de los deberes del Estado bajo las reglas constitucionales que contienen los llamados derechos sociales y, por supuesto, exigen que el Gobierno, a cuyas fuerzas de seguridad y militares rechazan, provocan y, no pocas veces, agreden, les garantice poder seguir promoviendo la anarquía (cosa distinta de la protesta legal), la coacción, el abuso y el desorden.
Los sucesores de los revolucionarios no entienden que la Paz esté en el respeto al derecho ajeno, según esto se defina por la Constitución y las leyes del Estado. No, para ellos la Paz está en que las cosas sean como a ellos les parecen, sin importar que el medio de obtenerlas sea la intimidación y la violencia. Es una visión, por supuesto, inaceptable.
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