(Publicado por Siglo 21 en abril 2013)
En 2002 participé en la reunión de la “Mont Pelerin Society” en Londres, Inglaterra y, gracias a la intercesión del Dr. Manuel Ayau, fui invitado con mi esposa a una velada en el bello edificio del Parlamento. La actividad culminante de esa velada fue una conferencia de Lady Thatcher. Recuerdo vívidamente que me impactó la sobria dignidad de su presencia, desde su vestir hasta el tono de su voz, la cuidadosa graduación de los calificativos empleados para referirse a circunstancias que analizaba de cuando fue Primera Ministra y, a pesar de que sabía que se dirigía a una audiencia que compartía la mayor parte de sus principios, valores y su visión de la condición humana, el hecho de que haya justificado, breve pero específicamente, todos sus juicios de valor. No pretendía que aplaudiéramos como “fans” de una personalidad política de relieve mundial, sino que siguiéramos y, quizá, compartiéramos sus apreciaciones.
Cuando terminó de decir sus palabras nos fue indicado que, los que quisiéramos, podíamos hacer una fila para pasar a saludarla. Según recuerdo, excepto por quienes ya eran sus amigos o conocidos, todos los demás hicimos la fila. No éramos un grupo demasiado grande y, cuando a uno le llegaba el turno, un ayudante le decía a ella el nombre y procedencia del visitante. La saludé con la consideración del caso y, para mi sorpresa, porque ella no me conocía ni sabía que soy abogado, comenzó a decirme que era su opinión que el principal legado de Inglaterra a la humanidad había sido el ideal del imperio del derecho y, además, muchas de las técnicas concretas para convertirlo en una característica cotidiana de la vida cívica de un país. Añadió que, según su parecer, el proceso por el cual se habían ido concibiendo y perfeccionando esas técnicas era peculiar, en cuanto que había estado en manos de los jueces y no de los órganos del Estado que se conforman como resultado del proceso político y, por tanto, habían de encontrarse, principalmente, en sus sentencias. Cuando hizo una breve pausa le dije que, efectivamente, yo era un convencido de la fundamental importancia del principio del imperio del derecho y, casi inmediatamente a continuación, retomó la palabra para decirme que valía la pena informarse y reflexionar sobre lo que me decía. Me despedí agradeciéndole sinceramente sus comentarios pues, así me pareció en ese momento, fueron más extensos de los que por lo general compartió con otros (quizás a los demás los haya hecho sentir lo mismo…).
Sin restar la menor importancia a las otras grandes tradiciones jurídicas, como las de Roma o Francia, no cabe duda de que la ex primera ministra Margaret Thatcher enfocó durante esos breves instantes, como la gran estadista que fue, la cuestión de la vida política y cívica de los Estados modernos que, de modo más significativo, distingue a las naciones civilizadas y prósperas de la tierra de las que permanecen bajo el imperio de la voluntad arbitraria de algunas o incluso de muchas personas, pero no bajo el Imperio del Derecho. Que en paz descanse la Dama de Hierro.
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