(Publicado por Siglo 21 en junio 2013)
Una de las circunstancias más difíciles de aceptar por muchas personas de buena voluntad, a quienes preocupan genuinamente las privaciones que experimentan los guatemaltecos que viven en situación de pobreza, es que el modelo básico del sistema económico de libre mercado deja de funcionar eficientemente cuando se le distorsiona, aunque se haga con la mejor de las intenciones.
Es sumamente difícil calcular cuánta intervención en el sistema arruina su capacidad generadora de bienestar; es decir, en qué momento los agentes económicos dejan de coordinarse, intercambiando bienes y servicios, con base en la escasez relativa de los recursos disponibles y con vistas a dedicar recursos para producir y brindar lo que verdaderamente demandan los consumidores.
Cada vez que el Estado incentiva una actividad económica, concediendo una exención fiscal, por ejemplo, o cuando se distribuyen fertilizantes gratuitos, los escasos recursos económicos se asignan de un modo diferente de como se hubieran destinado en ausencia de esa distorsión. Por supuesto, los beneficiarios inmediatos de la exención o de los fertilizantes salen ganando en ambas situaciones, pero no el conglomerado social en general.
Hace mucho tiempo que la economía de Guatemala ha dejado de tender a su máxima eficiencia, debido a la existencia de un sinnúmero de intervenciones de los poderes públicos. Eso empobrece a todos los que no cuentan con alguna ventaja o privilegio, que son la mayoría –desorganizada— de la población. Incluso empobrece a los que disfrutan de los favores del Estado, pero en una medida menor de lo que les cuestan todos los otros privilegios de que disfrutan sus conciudadanos –organizados— y el vivir en una economía ineficiente.
Todavía peor es el hecho de que, paso a paso, los guatemaltecos se han hecho a la idea de que el nombre del juego es “organízate y presiona hasta donde puedas por algún privilegio o ventaja, a costa de tus conciudadanos.” De esa manera, proliferan los grupos de interés privado, sean del sector laboral (como los sindicatos), sean del sector empresarial (como las cámaras), sean del sector social o profesional (como las agrupaciones de activistas y las corporaciones). En ese escenario, los poderes públicos son vistos de dos modos: Por un lado, como fuente directa de financiación (fondos del presupuesto estatal para una academia lingüística, por ejemplo) y, por el otro, como un sistema coercitivo que obliga a la generalidad de los ciudadanos a aportar recursos propios para que, por conducto de los órganos del Estado, se subvencionen o protejan los intereses de los grupos de presión. Los políticos terminan siendo los intermediarios del sistema, procurando que su gestión de intermediación les deje beneficios a sus causas personales o a las de sus respectivos partidos.
En ese proceso el “modelo básico” se ha desfigurado tanto que ha dejado de ser una economía de mercado para convertirse en una enorme competencia de “buscadores de rentas”. Realmente, los únicos que pudieran reclamar algún tipo de subsidio son los que su pobreza es tal, que no han podido incorporarse al mercado.
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