(Publicado por Siglo 21 en julio 2013)
Todavía están frescas en mi mente las imágenes de prensa mostrando a algunos embajadores de países amigos dando sus opiniones sobre el proceso de postulación de magistrados que tuvo lugar hace casi cinco años. Ni su presencia ni la “fiscalización de la sociedad civil”, representada por unas cuantas asociaciones y ONGs cuyos portavoces aparecen con frecuencia en periódicos y telediarios, satisficieron las expectativas de todos ellos y de otros observadores más o menos interesados en los resultados del proceso.
Si uno echa una mirada a las noticias, reportajes, declaraciones e informes sobre la situación del sistema de justicia del país, es posible afirmar que la tendencia que empezó a marcarse desde hace casi un cuarto de siglo, no ha cambiado. Quiero decir que los frutos del sistema siguen siendo objeto de graves y justificadas críticas y que la impunidad, como fenómeno destructivo que permea casi todas las dinámicas políticas y sociales, permanece a niveles alarmantes. Por supuesto, las autoridades judiciales, de Gobernación, del MP, de la Defensa Pública Penal, etcétera, han luchado por remontar los gigantescos obstáculos a que se enfrentan y, por cierto, han conseguido algunas mejoras no despreciables en ciertos aspectos específicos. Empero, la tendencia marcada, no cambia.
Ante tal panorama algunos grupos y asociaciones han promovido, una vez más, que se legisle sobre el proceso de postulación de candidatos a magistrados, a Fiscal General, etcétera. La Comisión Legislativa correspondiente conducirá las audiencias del caso y los órganos relevantes del Estado verterán sus opiniones. Puede que sus intenciones sean buenas y nobles, puede que no todas; no importa, el resultado de otra modificación legislativa, si llegara a producirse, será más o menos el mismo. ¿Por qué?
El punto es que el “Poder Judicial”, como los otros dos poderes del Estado, tiene eso: “poder”. Por consiguiente, todos los grupos de presión, los grupos de interés organizados, los partidos políticos, etcétera, están ante los incentivos naturales para organizarse a modo de incidir tan directamente como puedan en los procesos de postulación. Así lo han hecho desde que este sistema arrancó hace casi treinta años, pero cada vez con mayor audacia y, para las instituciones del país, como efectos más perniciosos.
Es casi imposible evitar que los intereses y preferencias políticas o sectoriales incidan del todo en el proceso de designación de jueces y magistrados. Sin embargo, hay sistemas más vulnerables y sistemas menos vulnerables y, entre ellos, el que la Constitución Política de Guatemala articula es uno de los peores. El problema fundamental, aunque no el único, es el famoso plazo de cinco años para el ejercicio de funciones de los magistrados y jueces. Es un plazo tan corto que, por un lado, impide que los funcionarios judiciales sean verdaderamente independientes y, por el otro, frustra cualquier noción que pueda tenerse de una “carrera judicial”.
La única solución de fondo es la reforma del sistema a nivel de la propia Constitución. Desgraciadamente, muchos de esos mismos partidos, grupos de interés y de presión que luchan por incidir en las postulaciones, también bloquean la reforma. ¡Qué Pena!
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