(Publicado por Siglo 21 en julio 2013)
Una de las preocupaciones más recurrentes que se me plantean cuando sostengo la necesidad de que nuestra Constitución Política sea reformada, para que el Poder Judicial quede conformado por jueces y magistrados verdaderamente inamovibles, es la siguiente: si por cualquier circunstancia se designara a un juez inescrupuloso, incompetente o parcializado políticamente, los efectos serían tremendamente perniciosos.
Sin embargo, en un sistema razonablemente bien concebido, este tipo de circunstancias serían excepcionales. No solamente serían excepcionales sino que, además, las reglas contemplarían los mecanismos necesarios para disciplinar, hasta el extremo de la expulsión, al juez corrupto o incompetente.
En aquellos regímenes en que se ha establecido una carrera judicial con verdadera estabilidad en los cargos respectivos, las cosas pasan de manera diferente a como ocurren en Guatemala hoy en día. Para empezar, no se elige a prácticamente todos los magistrados en un solo proceso de postulación y elección. Por el contrario, la nominación y elección o los nombramientos judiciales ocurren solamente cuando se produce una vacante o se crea una nueva judicatura. Por consiguiente, cada candidato es examinado individualmente, pues es muy raro que coincidan muchas vacancias a la vez cuando el sistema ya opera regularmente. Esta circunstancia permite e implica un escrutinio público y uno formal, por parte de los órganos encargados del proceso de nominación, mucho más focalizado y a fondo. Ya sea que la nominación corresponda al Poder Ejecutivo y la elección al Poder Legislativo, o que se convoque a un concurso público por oposición para llenar una vacante, el “colador” es mucho más fino.
Pero, una vez en el cargo, si se hubiera «colado» una manzana podrida, existen varios niveles de protección contra las actuaciones de un juez corrupto o incompetente, como también para disciplinarlo, hasta el punto de expulsarlo o de procesarlo penalmente. Para empezar, por regla general los jueces no eligen qué casos han de conocer y resolver pero, si de alguna manera uno de ellos llegara a estar en posición de usar de sus facultades con parcialidad, la parte afectada podría recusarlo o, si eso no funcionara, conseguir, mediante los recursos de ley, que otro tribunal revise lo resuelto por el juez parcializado. Encima de ello, los sistemas contemporáneos también prevén la presentación de quejas o denuncias ante órganos disciplinarios independientes y, a nivel sistémico, la propia comunidad jurídica escrutina los fallos y resoluciones del mal juez, que van poniendo de manifiesto su falta de rectitud.
Por último, los jueces y magistrados que operan en un sistema de elección vitalicia o de carrera judicial hasta llegar al retiro, van ascendiendo y mejorando de condición de acuerdo con sus buenas ejecutorias y ejemplar desempeño. Por consiguiente, no solamente escapan a la preocupación de quedar sin empleo, sino que tienen los incentivos necesarios para perseguir la excelencia.
Por tanto, el miedo a las manzanas podridas es una razón inválida para mantener un sistema, como el nuestro que, a todas luces, no ha funcionado.
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