(Publicado por Siglo 21 en agosto 2013)
No hace mucho se publicó por este diario que, durante ocho años, el Congreso de la República no ha dado su aprobación al detalle y justificación de todos los ingresos y egresos de las finanzas públicas que, de acuerdo con el Artículo 171 d) de la Constitución, debe ir precedido de un informe de la Contraloría General de Cuentas. Pienso que si así fuera éste sería un síntoma de cuán próxima está la República de Guatemala a ser un Estado fallido. Verdaderamente es gravísimo que las cuentas rendidas por el Ejecutivo queden sin aprobación, año tras año, y que aquí no pase nada.
En términos del sistema de gobierno que tenemos, aunque la teoría de la representación popular deba entenderse en términos muy relativos, la idea es que nuestros “representantes” en el Congreso están para cuidar de que los impuestos que tributamos para pagarlo todo –incluyendo la deuda pública y la flotante—se estén empleando como se debe y con exactitud. O, por lo menos, con razonabilidad. Pero ante un panorama como el descrito arriba, más bien es un milagro que la deuda flotante sea de tres millardos y medio y no de treinta.
La situación parece todavía más compleja porque, de entre los muchos acreedores de la llamada deuda flotante, muchos hay que merecen que se les recuerde el refrán aquel de que: “mal paga el Diablo a quien bien lo sirve”. Pero hay otros que, por ingenuidad, por ignorancia, porque no supieron medir las consecuencias o lo que fuera, sí prestaron unos servicios reales a un precio razonable que, además, se necesitaban de urgencia. ¡Si no se les pagara lo debido por ello, qué lección tan amarga!
Ahora bien, de acuerdo con la Constitución Política, a la Contraloría General de Cuentas le corresponde fiscalizar los ingresos, egresos y, en general, todo interés hacendario de los organismos del Estado, los municipios, entidades descentralizadas y autónomas, así como de cualquier persona que reciba fondos del Estado. Además, están sujetos a dicha fiscalización los contratistas de obras públicas y cualquier persona que, por delegación del Estado, invierta o administre fondos públicos.
Para empezar, nunca he comprendido con qué base se afirma por algunos que los famosos fideicomisos están fuera del alcance de la fiscalización de la Contraloría pues, en la medida en que reciban fondos del Estado o en que en ellos se presente un “interés hacendario de los organismos del Estado”, son fiscalizables. Pero además, ¿no debía la Contraloría haber reparado todos esos contratos y operaciones “flotantes” desde hace mucho? Y, ¿no debía haber promovido las acciones legales correspondientes?
A mí me impresiona que, cuando se llega a época de elecciones, por ejemplo, aparecen docenas de candidatos con reparos de la Contraloría –algunos con varios—que suman cantidades modestísimas, si se las compara con los tres millardos y medio. En Guatemala se ha hecho realidad el mito aquel del pescador que tenía una red que dejaba pasar a los peces gordos, pero atrapaba a los chicos.
Sé el primero en comentar