Al diputado, Lic. José Alejandro Arévalo, le corresponde el enorme mérito de haber promovido una reforma integral de la Administración Tributaria guatemalteca bajo el gobierno del presidente Alvaro Arzú. Era un secreto a voces que las antiguas Direcciones Generales de Rentas y de Aduanas eran centros de corrupción, incompetencia y de extorsiones.
La reforma emprendida, que dio como fruto a la Superintendencia de Administración Tributaria, enfrentó numerosos enemigos. Era lógico, pues del antiguo sistema vivían miles de personas. Como los derechos arancelarios eran tan altos, derivado de cosas como la protección de la industria infante y el castigo a las importaciones de bienes superfluos o de lujo, había mucho dinero en juego. Además, la proverbial debilidad de nuestro sistema de policía y de justicia incitaba a que se corrieran los riesgos de defraudar al Fisco.
Siendo la SAT todavía una institución recién nacida, tuvo que enfrentar un cambio de gobierno que, en lugar de haber servido para rematar el proyecto, conllevó su debilitamiento. Dos de sus superintendentes fueron procesados por delitos gravísimos y, por supuesto, se barrió con muchos de los funcionarios a quienes había costado tanto reclutar y capacitar.
En mi opinión se produjo un rescate razonable durante la administración del presidente Berger, pero es probable que ciertas grietas que fueron abiertas durante el gobierno anterior nunca pudieran cerrarse totalmente. Ahora, ante otro tipo de actividades delictivas y una problemática más compleja, se plantea una “intervención”. En materia jurídica siempre hay que esperar a leer el documento final antes de emitir opiniones definitivas, así que me reservo comentarios para entonces.
¿Qué puede uno sugerir, en cualquier caso, para que las medidas que se adopten sean fructíferas? En primer término es de suma importancia simplificar trámites y procedimientos. Cuando las gestiones pueden trabarse con facilidad, con riesgo de pérdidas importantes para los interesados, surgen los incentivos para ciertas formas de corrupción.
En segundo lugar, debe limitarse la discrecionalidad de los funcionarios a lo estrictamente necesario. Cuando depende del criterio subjetivo de cualquier funcionario que el interesado incurra o no en costos o pérdidas, surgen los incentivos para otras formas de corrupción.
En tercer lugar hay que invertir en capital humano y sistemas sofisticados. Para poner un ejemplo familiar para la ciudadanía, es inaceptable que en el Aeropuerto La Aurora siga siendo el criterio subjetivo de un empleado de aduanas la forma de decidir quién pasa o no sus equipajes por el escáner. ¿Cuánto cuesta un semáforo de los que tienen en tantos otros sitios? ¿Cómo sabe la intendencia de aduanas que las personas encargadas no han sido contactadas por contrabandistas? En fin, se sabe ya de sobra: la corrupción es fruto de trámites engorrosos, de discrecionalidad que se convierte en arbitrariedades y de funcionarios que carecen de las competencias profesionales y de los sistemas necesarios para enfrentar el tipo de fenómenos criminales que hoy existen.
Eduardo Mayora Alvarado.
Sé el primero en comentar