Al día 26 de noviembre no había sido posible para los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, después de más de cincuenta intentos, elegir a su Magistrado Presidente. Todos los medios de comunicación social han ejercido fuerte presión sobre los altos funcionarios, reprochándoles que antepongan sus afiliaciones gremiales, que son políticas, al interés fundamental de que la sociedad guatemalteca cuente con un sistema de justicia creíble, capaz de resolver, por lo menos, los conflictos más graves que se suscitan en el país.
Pienso que se trata de una confesión implícita de que, en este país, los órganos jurisdiccionales están lejos de la imparcialidad. No faltará quien afirme que es igual en todas partes, que en los Estados Unidos cada vez que se produce una vacante en la Suprema Corte, el Presidente busca un candidato afín a la ideología de su partido y, dependiendo de la composición del Senado, la nominación saldrá o no avante. Eso sí, los senadores de la oposición, integrantes del Comité Judicial, harán lo que puedan para poner en tela de juicio la idoneidad de la persona propuesta por el Presidente.
Y, efectivamente, así es. No hay sistema perfecto. Empero, hay ciertos modelos que salvaguardan más la imparcialidad judicial que otros. En el caso de los Estados Unidos, el hecho de que la designación sea vitalicia y que rara vez se trate de más de una vacante la que esté en juego a la vez, mitiga en una medida importante la dimensión partidista de la nominación. Los jueces y magistrados pasan largos años en sus cargos y, al cabo de tres o cuatro, se interesan más por su legado a la jurisprudencia de la Federación que en una lealtad partidista. Puede que lleguen a sus tumbas con el corazón del mismo lado que lo tenían el primer día de su ministerio judicial, pero estando siempre y constantemente sus fallos expuestos al escrutinio público, tanto lego como profesional y académico, su posición como jueces ante los grandes dilemas sociales que les toca resolver, se basa en la Ley.
Contrastando con ese sistema, imperfecto como es, el nuestro supone la renovación completa de la CSJ cada cinco años. Es verdad que podría volver a elegirse a un magistrado que ya haya servido un período, pero en la práctica esto no se da. Esa reelección sí se produce en alguna medida en lo que concierne a los otros tribunales colegiados; sin embargo, sólo después de muchas negociaciones y alianzas estratégicas. Por consiguiente, para todo efecto práctico los principales cuadros del Poder Judicial son objeto de competiciones políticas cada cinco años y, de ese modo, ¿cómo es posible hablar de imparcialidad e independencia?
Sin un sistema de justicia verdaderamente independiente no puede concebirse forma alguna de libertad individual. La Constitución y las leyes han de marcar los límites al ejercicio de las funciones públicas y el contorno de esa esfera que, para cada persona, debe ser impenetrable por el poder. Pero las reglas constitucionales y de la Ley no se autoaplican; para eso están los jueces, cuando son independientes.
Eduardo Mayora Alvarado.
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