El arte de legislar es complicado. Tanto así que, por lo general, cuando se percibe la necesidad de llevar a cabo reformas legislativas importantes, en las jurisdicciones en que la Ley se toma en serio, el Ministerio de Gobernación (o de Justicia, como también se le llama en algunos países) o el propio Poder Legislativo, suelen designar comisiones integradas por expertos de reconocida trayectoria, ya sea para preparar un anteproyecto de ley o para revisar y opinar sobre el que se haya preparado por alguna persona o institución, antes de que pase por el proceso legislativo propiamente hablando. Estas comisiones, a su vez, suelen contar con recursos del Estado para recabar insumos indispensables para un análisis adecuado, tales como antecedentes históricos, derecho comparado, informes sobre las experiencias de otras jurisdicciones y para recoger observaciones y comentarios de los futuros sujetos obligados a cumplir con las normas creadas o reformadas.
Muchas veces este tipo de ejercicio toma años, principalmente porque las leyes no se auto-aplican sino que tanto la maquinaria administrativa del Estado como los órganos que conforman la columna vertebral del sistema jurídico (Ministerio Público, Procuraduría General de la Nación, Contraloría de Cuentas, etc.) y los tribunales, sobre todo, son como un gran buque que se mueve con cierta inercia y, para cambiarlo de rumbo, se necesita de mucha fuerza.
Si hace unos veinte años se hubiese consultado a un grupo de abogados significativo sobre la conveniencia de reformar la Ley de Amparo, Exhibición Personal y de Constitucionalidad (LAEC), es bastante probable que una gran mayoría se hubiera decantado por la negativa. La razón principal hubiese sido que el nuevo sistema necesitaba terminar de perfilarse, en parte, por los propios fallos de la Corte de Constitucionalidad. Estimo que un análisis tal hubiese sido sensato entonces.
Pero a estas alturas es imposible soslayar el hecho de que el diseño del proceso de amparo en la Constitución y en la LAEC, al igual que la doctrina con que se ha perfilado a lo largo de más de un cuarto de siglo, están mal. Como consecuencia de ello se han presentado ya varias iniciativas de reforma y existen múltiples trabajos individuales o institucionales para enderezar el rumbo del buque. Pero no pasa nada.
Yo me permito sugerir a la Comisión de Legislación y Puntos Constitucionales del Congreso de la República que organice y convoque a una comisión técnica de juristas de indiscutible trayectoria profesional y cívica para que, en un plazo determinado (de seis meses, por ejemplo), con vista de las diversas iniciativas y anteproyectos existentes, prepare y proponga un anteproyecto que se someta a comentarios y observaciones del público por un plazo prudencial (unos dos o tres meses) y, contando con todo ello, se presente el fruto final al Congreso para su consideración y aprobación a la brevedad que fuere posible. De otro modo, ¿cómo puede explicarse al mundo que Guatemala haya requerido una Comisión Contra la Impunidad y, luego, sus poderes constituidos no reforman nada de lo que, en buena parte, genera esa impunidad?
Eduardo Mayora Alvarado
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