Para principios de la década de los noventas las direcciones generales del Ministerio de Finanzas Públicas, encargadas de gestionar los impuestos principales, se habían convertido en administraciones públicas disfuncionales y, en parte como consecuencia de dicha disfuncionalidad administrativa, en centros de corrupción y, por supuesto, casi totalmente incapaces de gestionar la recaudación tributaria a niveles razonables. Esto significa que, siempre, en cualquier país del mundo, hay ciertos niveles de evasión fiscal que, para los países en vías de desarrollo, son generalmente mayores que para los ya desarrollados.
Pero aquellas direcciones generales del Ministerio de Finanzas Públicas no solamente eran incapaces de llegar a los niveles considerados razonables, ni mucho menos, sino que además eran utilizadas como medios para favorecer a amigos y para perseguir a enemigos políticos, además de las extorsiones aplicadas casi sistemáticamente a los pequeños y medianos empresarios que, por lo regular, no tienen acceso a que las altas autoridades los escuchen y amparen. La ruta menos costosa y “económicamente eficiente” era la de la mordida.
Lógicamente era indispensable reformar de tajo aquellas administraciones colapsadas y sumidas en el desorden y la corrupción, pero la propia quiebra del sistema del servicio civil de Guatemala, reducido a la nada por la acción de los sindicatos de empleados estatales, convertía la empresa en algo imposible dentro del ámbito del Organismo Ejecutivo. Dicho de otro modo, el cáncer ya casi terminal de las direcciones generales gestoras de los impuestos, también afectaba a las demás administraciones públicas del gobierno central, si bien con características menos extremas por la naturaleza financiera de las funciones y atribuciones de aquellas.
Empero, nunca surgió un verdadero estadista que fuera capaz de liderar entonces la reforma integral de la administración pública guatemalteca que en cosa de una década había colapsado, merced a la absurda sindicalización de los empleados públicos (regalo de la Constitución de 1985) y a las devaluaciones y la inflación de la era demócrata-cristiana que, además, atiborró las dependencias estatales con sus activistas, correligionarios y amigos.
De ese modo se propuso una reforma de tipo parcial, consistente en extirpar de esa administración pública colapsada a la Administración Tributaria para que, por lo menos, la recaudación fiscal funcionara de manera eficiente. Así, se planteó una entidad descentralizada, gobernada por un directorio selecto de entre candidatos postulados por sectores académicos y profesionales reunidos en una comisión y, tan lejos de las órdenes presidenciales y de la política partidista como fuera posible.
Paradójicamente, tres lustros después, la Ministra de Finanzas Públicas se congratula de que ahora, gracias a la reforma de la respectiva ley orgánica, las metas de recaudación ya no las proponga el Superintendente sino su propio Ministerio, es decir, el Gobierno. Es obvio que la autonomía limitada con que nació la SAT ha venido a menos con el paso del tiempo, quizás por el péndulo de la historia que, cuando se mueve demasiado en una dirección, regresa con más fuerza.
Eduardo Mayora Alvarado.
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