Algunos líderes políticos y algunos periodistas han planteado que, ante la bastante obvia falencia del diseño constitucional del 85, es necesario refundar el Estado por medio de una Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Tal planteamiento sería comprensible si sus proponentes opinaran que es necesario modificar la parte llamada «dogmática» de la Constitución, que contiene los derechos y libertades fundamentales. Pero sus quejas tienen por objeto otros problemas, a saber: unas administraciones públicas incompetentes e inoperantes, niveles de corrupción escandalosos, la incapacidad de los sucesivos gobiernos de articular e implementar políticas públicas que tengan algún impacto, un enorme sector informal de la economía y, por supuesto, niveles espeluznantes de violencia física y moral impunes.
De acuerdo, pues, con las normas que rigen la materia, una ANC sólo sería competente para la reforma de las disposiciones del Capítulo I, Título II; para reformar temas relacionados con los derechos sociales -así llamados–, con la estructura del Estado y sus órganos, para reformar las instituciones de justicia o las de control financiero y de legalidad administrativa, el poder de reforma le corresponde al Congreso de la República con una mayoría de dos tercios más el refrendo de los ciudadanos.
Por consiguiente, sobre las propuestas lanzadas surgen tres cuestiones: si no fuera para reformar la parte dogmática de la Constitución, sino su parte orgánica, ¿para qué convocar a una Asamblea Constituyente? Segundo: ¿no es más legítimo que cualquier reforma que se aprobara por los políticos fuera ratificada por el pueblo? Y tercero: si los partidos que participarían en la postulación de candidatos a una ANC son los mismos que votarían en el Congreso, ¿qué propósito tendría convocar a elecciones para conformar dicha asamblea?
Creo que lo que pasa es que los políticos y periodistas que proponen convocar a elecciones para una ANC temen que, dada la baja estima en que se le tiene al Poder Legislativo, la ciudadanía votaría en contra de cualquier reforma que éste aprobara, como ya ha ocurrido en el pasado. Pero esa razón no sería suficiente, en mi opinión, para violar las reglas de la Constitución, inaugurando así una nueva etapa de la historia política de la nación con una ilegalidad como punto de partida.
Ahora bien, nada de lo dicho hasta aquí le impediría a los partidos que integran el Congreso convocar a un grupo de ciudadanos notables, de indiscutible integridad personal y cívica y de comprobadas competencias, para proponer un anteproyecto de reforma constitucional que los partidos se obligaran a respetar, a respaldar con su voto y someter al refrendo de los ciudadanos. Ya lo sé, sería un acto más insólito que heroico por parte de los líderes políticos actuales pero, por otro lado, entre la falta absoluta de credibilidad que tienen y una población económicamente activa que ya casi toda se ha ido a la informalidad, ¿cuántas oportunidades les quedan antes del próximo golpe de estado y de terminar en la cárcel o depurados?
Hasta los abusos de poder tienen límites y es mejor reconocerlos a tiempo.
Eduardo Mayora Alvarado.
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