Entre los sistemas de gobierno más difundidos por el mundo está el sistema parlamentario. En las américas se ha optado, por lo general, por el sistema presidencial, en parte debido a la influencia que tuvo la Constitución de los Estados Unidos cuando se organizaron políticamente las nuevas repúblicas hispanoamericanas.
De cara a una posible reforma constitucional en nuestro país, que se ha planteado con mayor interés y frecuencia desde que se presentó la iniciativa impulsada por el movimiento cívico “ProReforma” hace algunos años, es muy importante considerar el por qué, el para qué y el cómo llevar a cabo una reforma.
Sobre el particular ya he compartido con mis estimados lectores antes que, en mi opinión, la reforma más urgente es la del sistema de justicia. Nuestros jueces y magistrados no gozan de estabilidad en sus cargos con la consecuencia de que tampoco tienen la independencia necesaria para alcanzar una imparcialidad sistémica. Esa inestabilidad también desanima a optar por la carrera judicial a juristas que, precisamente, tendrían que renunciar a una profesión estable, sea como abogados, como asesores jurídicos, como notarios, etcétera. Sin un buen sistema de justicia es imposible vencer la impunidad, reducir a niveles tolerables la corrupción (es imposible erradicarla totalmente, desafortunadamente) o luchar contra la delincuencia. Tampoco es posible esperar que se incrementen las inversiones pues, como se ha dicho tantas veces, los inversores buscan certeza jurídica y, ¿quiénes son la fuente de esta certeza? Los tribunales de justicia. Sin inversión tampoco habrá más y mejores empleos y, en fin, ya sabemos cuál es la cadena interminable de consecuencias.
Pero, si bien la reforma del sistema de justicia es urgente, también lo es que los otros poderes del Estado han dejado de ser funcionales, en el sentido de realizar sus funciones para la consecución de los objetivos constitucionalmente definidos: la protección de la persona y de la familia; la realización del bien común; y la gestión de un entramado de instituciones que garanticen la vida, la libertad, la justicia, la seguridad y la paz.
Esa falta de funcionalidad se debe, en parte, a que cada vez menos han logrado los partidos políticos que llegan al Poder Ejecutivo bien una mayoría en el Congreso, bien una coalición mayoritaria. Como consecuencia de ello, se han enfrentado a una oposición sistemática que, a cambio de cada voto en el Organismo Legislativo, negocia fondos, subvenciones, subsidios o lo que sea para los gobiernos locales en los que sea hegemónica, o bien para favorecer a sectores –como pudieran serlo el sindical o de las cooperativas—en donde piensan los partidos de oposición que se encuentran “sus bases”.
Este proceso conduce a todo lo contrario de cualquier noción de “bien común” que uno pudiera tener, como también a la imposibilidad de realizar proyectos nacionales con visión de largo plazo. Creo, como procuraré explicar la semana próxima, que el sistema parlamentario de gobierno puede ayudar a resolver esto.
Eduardo Mayora Alvarado.
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