Todas las acciones de quienes destruyeron las instalaciones de la empresa “Promoción y Desarrollo Hídrico” en San Mateo Ixtatán están claramente definidas como delitos. Lo están desde hace tiempo. Los autores se atrevieron a destruir, quemar, usurpar, dañar y a aterrorizar por una combinación de factores: pretenden ciertos objetivos que se inscriben en el marco de sus reivindicaciones ideológicas, por un lado; y tienen una cierta expectativa de impunidad, por el otro.
Los delincuentes han intentado en San Mateo Ixtatán lo que ellos mismos y otros más han intentado en otros sitios: crear un nivel de zozobra tal en torno al desarrollo de plantas de generación eléctrica, de emprendimientos mineros, de infraestructuras de telecomunicaciones, de plantaciones agroindustriales, etcétera, que “el capital” se retire. Y, al retirarse el capital, esperan llenar el vacío con unas colectividades que, naturalmente, ellos esperan controlar y dirigir. Van, por tanto, tras los recursos económicos y tras el poder. Algunos, del lado del discurso público, explican este tipo de acciones delictivas en términos de comunidades campesinas que, finalmente, se han organizado y actúan para reivindicar lo que, supuestamente, se les ha usurpado por el capital en asociación con el Estado.
Se trata de una mitología que pretende explicar un proceso histórico complejísimo en el que las usurpaciones, los conflictos armados y los vencedores y los vencidos no comenzaron con la conquista española. Ocurre que el récord histórico, a partir de ese hito en nuestra historia, es mucho más abundante y exacto. Pero más que suficiente se ha descubierto de las etapas históricas anteriores para comprender que, antes de los conquistadores españoles, los hubo de otros pueblos mesoamericanos y que las relaciones de poder y de dominación entre ellos no eran diferentes pues, simplemente, también eran seres humanos. En todo caso, esta idea –siempre absurda por utópica—de dar marcha atrás al reloj de la historia, solamente ha dejado muerte y destrucción en donde se ha intentado, incluyendo en nuestro país.
Pero no cabe duda de que la conflictividad ha ido in cerscendo y, a menos que el Gobierno decida gobernar, la lógica expansiva de este fenómeno conllevará mayores pérdidas, más violencia y más pobreza.
Los que abogan por el diálogo como herramienta para enfrentar estas acciones delictivas, necesariamente plantean a la sociedad guatemalteca y a su Gobierno que prescindan de la Ley. Aunque no lo digan explícitamente, las implicaciones del diálogo son, precisamente, esas: hacer de cuenta y caso que la Ley no existe y, por tanto, dejar de aplicarla. Pero las leyes conllevan el atributo de la coercibilidad, esto es, que se aplican aun en contra de la voluntad de los sujetos a quienes obligan y, por consiguiente, su eficacia se respalda por el poder. Así, cuando se produce un “vacío de Ley” se da, al mismo tiempo, un “vacío de poder” que, inevitablemente, será llenado por alguien más. Los gobernantes que no son conscientes de este fenómeno generalmente se llevan sorpresas desagradables.
Eduardo Mayora Alvarado.
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