La legislación laboral de Guatemala, que algunos estiman como un gran legado de la Revolución de 1945, es una de las causas principales de la pobreza en el país y es una de las más notables muestras de hasta qué punto el ser humano es capaz de engañarse a sí mismo.
La legislación laboral de Guatemala está basada en los siguientes presupuestos: primero, la generalidad de los patronos tiene el poder de abusar de sus empleados; segundo, la generalidad de los trabajadores carece de la inteligencia o de la comprensión de las cosas, como para dejar que decidan, libremente, cómo emplearse; y, por último, la legislación laboral puede establecer un régimen en el que se ignoren las leyes del mercado, sin consecuencia alguna para la sociedad.
Con base en esa visión, la legislación laboral de Guatemala ha contribuido a generar dos gigantescos problemas: primero, un mercado laboral informal que ya es mayoritario; y segundo, un movimiento sindical que juega a doble banda, maximizando los líderes sus privilegios especiales, a cambio de negociar ventajas “aceptables” para el patrono.
Desde la izquierda se insiste, cada vez que se organiza la huelga de dolores, en que las leyes laborales no se cumplen y que el Gobierno no hace nada. Es más, se quejan de que la inaplicación del régimen del salario mínimo es un escándalo y que, a pesar de estar a la vista de todos, el Gobierno no actúa.
Pero, imaginemos por un momento que el Gobierno actuara. Supongamos que contratara, de la noche a la mañana, a cincuenta mil inspectores que fueran por las ciudades y pueblos del país multando a los patronos que no paguen el salario mínimo y, además, apercibiéndolos de pagarlo o de soportar multas más graves. Imaginemos que, gracias a su eficiencia, en un mes fuesen multados cuarenta patronos por cada inspector, es decir, dos millones de patronos. Imaginemos que cada uno de ellos tuviera en promedio cinco trabajadores, abarcándose así a diez millones de personas.
En esta imaginaria “cruzada por la legislación laboral” –que yo supongo sería aplaudida por los veneradores de la Revolución del ’45—, ¿cuántos patronos, estima usted, optarían por “cerrar la tienda”? Sin ser demasiado dramáticos, pensemos que dos de cada diez. Y, ¿cuántos cree usted que “negociarían” algo con el inspector la próxima vez, quedándose luego en la informalidad? Digamos que, sin ser exagerados, otros tres de cada diez. Y, ¿cuántos despedirían a uno o más trabajadores, para que alcance para pagar las multas? Otros tres, imaginemos. El resto, dos de cada diez (seamos optimistas), pagarían las multas y, de ahí en adelante, también los salarios mínimos.
Por supuesto, todo eso es imaginario y menos mal porque, si se hiciera realidad la cruzada, millones de trabajadores informales que hoy en día tienen un empleo precario, también eso perderían. La cuestión fundamental, sin embargo, es la siguiente: ¿a quiénes protege la legislación laboral? Y la respuesta está clara: a los empleados de aquellos patronos que, por la productividad los primeros, de todas maneras les conviene pagar las prestaciones de ley.
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