Cuando me pregunto por qué razones seguimos teniendo unas reglas tan inconvenientes para dotar de las garantías básicas de estabilidad e independencia (fuentes de la imparcialidad) a los elementos fundamentales del Poder Judicial del Estado llego, una y otra vez, a dos conclusiones.
En primer lugar, casi todos los grupos de interés y poder del país y casi todos los partidos políticos desconfían profundamente los unos de los otros. Esta desconfianza es todavía peor cuando el tema que esté sobre la mesa forma parte, aunque sea indirectamente, de esas cosas que pudieran considerarse como victorias o derrotas resultantes del conflicto armado interno.
Esa red de desconfianza recíproca y multipolar que se da entre los grupos de interés y poder del país llega tan lejos que, como en el caso del Poder Judicial, las propuestas de reforma de cualquiera de los otros sectores se descalifica casi de entrada y queda envuelta en sospechas de conspiración.
En segundo lugar, los grupos de interés y poder más importantes del país (no todos) estiman que tienen más que ganar del status quo en el corto plazo, que lo que pudieran ganar de un mejor sistema de justicia en el largo plazo. En otras palabras, no se niegan a reconocer que todos (ellos mismos incluidos) estarían mejor en el largo plazo de instaurarse un sistema de justicia sobre la base de unas reglas adecuadas, sino que valoran más las ventajas que perderían en el corto plazo.
Muchas personas describen este fenómeno como una “estúpida visión cortoplacista”. Sin embargo, creo que la profunda desconfianza a que me he referido arriba permite explicar la actitud irracional ante el problema que afronta la generalidad de los guatemaltecos por la disfuncionalidad de su sistema de justicia.
Dicho de otra forma, el dilema que las comisiones de postulación ponen de relieve no estriba en seguir intentando que un sistema mal diseñado funcione mejor o, en lugar de eso, reformar el sistema. Ese dilema sería fácil de resolver. El verdadero dilema es el siguiente: que cada grupo de interés y poder remonte las desconfianzas recíprocas existentes y renuncie a una parte importante de sus ventajas de corto plazo, a cambio de una reforma que propicie un sistema de justicia que mejore la situación de la generalidad de los guatemaltecos (ellos incluidos) en el largo plazo.
Es verdad que un buen sistema de justicia no resuelve directamente todos los problemas de un país; sin embargo, también lo es que un mal sistema de justicia le pone un “techo” a los frutos que pudieran dar todas las reformas positivas que puedan hacerse en otros aspectos de la vida institucional y económica del Estado. Quizás una de las pruebas más elocuentes de este aserto sea el hecho de que, con todo y la presencia de la CICIG por alrededor de siete años, los niveles de criminalidad, de corrupción y, sobre todo, de impunidad, siguen siendo alarmantes. Si hace siete años el dilema se hubiera resuelto a favor de la reforma constitucional del Poder Judicial, para dotarlo de estabilidad e independencia, los resultados serían otros.
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