Hace una semana uno de los estimados lectores de este diario hizo un comentario a mi artículo que, me parece, justifica estas reflexiones. El autor del comentario planteaba si no estaba yo justificando el hecho de que diversos grupos de poder y de presión, al igual que los partidos políticos, hayan querido incidir en los procesos de postulación para lograr la posterior elección de candidatos afines a su respectivo grupo o partido.
Ahora bien, la cuestión de fondo es otra distinta de si un proceder como el descrito arriba se justifica o no. El problema estriba en que, dada la naturaleza humana y el hecho de que el ejercicio del poder puede conllevar una serie de ventajas y beneficios (incluso sin salirse de la legalidad), es de esperarse que todos los protagonistas del proceso político procuren abarcar tanto poder como puedan. Dicho de otro modo, los políticos y los grupos de presión actúan para ampliar su poder, no reducirlo.
Por supuesto, ninguna sociedad políticamente organizada puede operar con base en el supuesto de que sus políticos son un grupo de personas inescrupulosas y cínicas, pero tampoco puede funcionar fundada en la expectativa de que, gracias a un espíritu cívico superior, ni los políticos ni los grupos de presión aprovecharan todas las oportunidades que el sistema les ofrezca para ampliar su poder. Como sabiamente apuntó Madison, si fuéramos una sociedad de ángeles las leyes no harían falta.
Cada uno de los poderes del Estado contrapesa a los otros y el Estado moderno se basa en la idea de que sólo el poder puede limitar al poder. En el caso del Poder Judicial, para que esto sea una realidad, es necesario que los funcionarios judiciales, todos, gocen de ciertas protecciones e inmunidades constitucionales y legales de modo que, efectivamente, puedan limitar a los otros poderes del Estado. Los jueces y los magistrados no designan funcionarios de los otros poderes del Estado, no aprueban los presupuestos públicos ni mandan al Ejército o a la policía y su intervención en cualquier asunto puede darse, únicamente, cuando son requeridos por un demandante con la debida legitimación. A cambio de eso, deben gozar de otro tipo de garantías, como lo son la estabilidad en sus cargos y que los avatares de la vida política del Estado no afectarán sus funciones.
Los jueces no deben temer que su cargo peligra cuando sentencian a un funcionario o a un personaje poderoso, de cualquier sector social que fuere. Los jueces no deben preocuparse de qué van a vivir dentro de dos o tres años, cuando termine el plazo de sus funciones, después de haber tomado muchas decisiones que, necesariamente, dejarán insatisfecha (cuando no resentida o con deseo de venganza) a una de las partes de cada juicio que resuelven. La independencia de los tribunales no puede depender de que, con un poco de suerte, sus magistrados conseguirán el apoyo de una compleja res de alianzas.
El problema no es, entonces, que sea reprochable la intención de cualquier grupo de presión o partido de incidir en la Administración de Justicia, sino que las reglas constitucionales articulen los medios para evitar que así suceda.
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