El presupuesto del Estado ha venido cargándose, desde hace ya muchos años, cada vez por menos “hombros”. La economía informal ha crecido enormemente al igual que han mejorado “las técnicas” de los empresarios, profesionales, agricultores, técnicos, etcétera, para realizar sólo una parte de sus actividades en la formalidad y, la más importante, en el mercado “paralelo”.
Esta circunstancia ha preocupado a todos los gobiernos desde que se promulgara la Constitución vigente, pero con más razón a los últimos cuatro. Dudo, sin embargo, que los principales responsables de las finanzas públicas del Estado a lo largo de ese período hayan acertado al motivo principal por el que, efectivamente, debían (y deben) preocuparse.
El punto es que a nadie le gusta pagar impuestos pero, ante la circunstancia de que sea ilegal evadirlos, de que por mucho que la informalidad económica sea menos costosa tampoco es eficiente del todo, y que se forma parte de una sociedad políticamente organizada que se ocupa, colectivamente, de ciertos bienes y servicios, pues “el ciudadano medio” que vive en un Estado más o menos funcional, se resigna y paga…
Y he ahí el problema, que “el ciudadano medio” de Guatemala no vive en un Estado más o menos funcional, sino que en uno que, cuando menos, presenta signos de disfuncionalidad grave.
Está claro que este gobierno no ha comprendido cómo el Presupuesto General de Ingresos y Gastos del Estado pudiera haberse empleado para enfrentar esas graves disfuncionalidades. En lugar de eso, pretende captar, por medio de los tributos o de la deuda pública, más recursos para gastarlos, precisamente, del modo que genera o acentúa las graves disfuncionalidades del Estado guatemalteco.
En efecto, en lugar de intentar concentrar el gasto en los cuatro temas que ya todos recitan como loros, es decir, seguridad y justicia, salud, educación e infraestructuras básicas, el proyecto de Presupuesto trae la misma ensalada de gastos absurdos, ineficaces y fuente, muchos de ellos, de pura corrupción.
Este gobierno, todavía más que sus antecesores, ha convertido al Ministerio de Finanzas Públicas en una de esa regaderas de flores, a las que por la parte de arriba entra un chorro de agua de considerable caudal, pero que por el otro lado salen una multitud de chorritos tan débiles que ni a los pétalos molestan.
El importe del Presupuesto propuesto puede parecerle a los grandes analistas de los organismos multilaterales muy magro comparado con el PIB de Guatemala. Pero eso no interesa. La cuestión fundamental consiste en cuántos “ciudadanos medios” están dispuestos a sufragarlo y, como he dicho al principio, cada vez son menos.
Puede que los niveles de corrupción que los medios de comunicación social proyectan a la opinión pública no sean reflejo de la realidad. No lo sé. El problema es que la percepción que predomina es que aquí “ya no queda santo parado”. Cambiar esa percepción va a costar mucho, incluso si se formularan presupuestos más comedidos y con la concentración adecuada. ¿Que para eso habría que reformar la Constitución? En parte, sí. Pero se puede comenzar por la otra parte.
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