Sobre la cuestión de más o menos impuestos hay dos perspectivas de enfoque: la del interés general, por un lado, y la del interés de cada uno de los diversos sectores de la vida económica de la nación, por el otro. Algunos suponen que el Gobierno está para ocuparse del interés general y entienden que, efectivamente, el Gobierno está en una situación adecuada para determinar lo más conveniente para la nación en materia de impuestos, gasto y deuda pública.
Pero estas suposiciones son dignas de mayor análisis pues, realmente, no es verdad que, por lo general, el Gobierno esté en posibilidades de determinar qué es lo mejor en función del interés general de la nación. Nuestro gobierno, cualquier gobierno del mundo, solamente podría acercarse razonablemente a determinar lo que más convenga al interés general de cumplirse estas dos condiciones: primero, que las instituciones públicas se hayan regulado de tal modo que los gobernantes tengan pocas probabilidades de “pactar” o de hacer tratos con uno o más sectores o grupos de interés, a costa de la generalidad; y segundo, que existan mecanismos institucionales robustos para pedir cuentas a los gobernantes sobre cómo gastan o invierten los recursos del Estado.
Desafortunadamente nuestra Constitución regula muy mal estas cosas, como puede apreciarse, por ejemplo, de lo que establecen los artículos 118 y 119. La Contraloría General de Cuentas y el Poder Judicial, que es la llave de cierre de todo Estado de Derecho moderno, presentan graves deficiencias de diseño institucional, ya no digamos de implementación.
Además de los problemas enunciados arriba es importante aludir a otro no menos significativo: los incentivos del poder. En general, cualquier político que esté en el Gobierno de un país prefiere tener más poder que menos. En general, también, contar con más recursos genera más poder. El dinero es poder y el poder es dinero.
Por consiguiente, los incentivos propios de la actividad política no operan en la dirección de un análisis desinteresado, por parte de los actores relevantes, sobre el interés general de la nación. Es verdad que el sistema democrático de gobierno supone que las malas decisiones de gobierno, sea en materia de finanzas públicas u otras, se paguen en las urnas electorales. Empero, pocas veces se produce una alineación cronológica entre la adopción de las decisiones erradas, el surgimiento de las consecuencias adversas derivadas de esas decisiones y, por último, los procesos electorales.
Nada de lo anterior implica que, siempre y sistemáticamente, los políticos actúen a favor de sus propios intereses, alineándose con los intereses de grupos de presión o de poder, según más les convenga. Más precisamente lo que se afirma es que, en general, hay razones muy poderosas para poner en tela de juicio que los políticos que dirigen el Gobierno, aquí o en cualquier otra parte del mundo, sean capaces de hacer a un lado su carrera política, el “proyecto del partido”, la siguiente elección, o todo ello, en aras del bien de la patria. Es por eso que las reglas de una buena constitución política deben crear barreras eficaces contra los abusos de poder y mecanismos de rendición de cuentas oportunos para disuadir a quienes fueren tentados.
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