No cabe duda de que los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS), las mafias y los “corruptos en grande” forman parte de la problemática nacional. Y, por supuesto, para poder perseguir con éxito esos fenómenos criminales hace falta detectives, investigadores, expertos forenses, etcétera, competentes, independientes y que gocen de las garantías y protección acordes a la naturaleza de los riesgos que asumen. Pero se trata de factores necesarios, no suficientes, para lograr ese éxito.
Al lado de un equipo a la “Elliot Nest y sus Intocables”, para conseguir la condena irreversible de algún aparato clandestino de seguridad, además sería indispensable contar con un Poder Judicial en el que, ciertamente, ambas ideas: “poder” y “judicial”, son fundamentales. Por tanto, la CICIG, sin un Poder Judicial que responda a las características de independencia, imparcialidad y estabilidad funcional universalmente reconocidas (menos aquí) como condiciones de eficacia de cualquier sistema de justicia, poco puede lograr. Y poco ha logrado.
Ahora bien, la criminalidad impune que ahoga las vidas y destruye los sueños de los guatemaltecos no es la relacionada con los cuerpos ilegales de seguridad. Los CIACS son algo bastante “abstracto” para los millones de personas que, “concretamente”, son víctimas de abusos de poder por parte de autoridades públicas de jerarquías medias e incluso bajas; de extorsiones de maras y pandillas; de hurtos y robos desde sus móviles hasta sus autos; de estafas y defraudaciones en sus inversiones o en sus consumos; en fin, de docenas de grandes y pequeños crímenes que, por la propia definición de su mandato, están fuera del ámbito de responsabilidades de la CICIG.
Sin una reforma a fondo del sistema de justicia, pocas cosas, si algo, podrían cambiar para esos millones de víctimas cotidianas del abuso y la violencia. Y esa reforma nos corresponde emprenderla a los guatemaltecos, y no a la CICIG. Sin embargo, tengo para mí que esta Comisión Internacional, realmente, está en nuestro país por ese abismo de desconfianza existente entre los atores y los sucesores de los dos bandos que, desde hace un medio siglo, se han enfrentado por su ideología o por sus intereses. Y es ese mismo abismo de desconfianza el que impregnó la mentalidad de los constituyentes del ’85, de modo que nuestro Poder Judicial sea uno de los más débiles del mundo.
La reforma de nuestras instituciones nos corresponde a nosotros, pero ese abismo de desconfianza sigue allí e impide que se pueda instaurar una especie de “paréntesis político-ideológico”, conducente a un diálogo fructífero entre los bandos encontrados. La CICIG no puede ser “la reformadora” pero sí pudiera ser la facilitadora, la mediadora, el puente que se tienda sobre ese abismo metafórico pero real.
El Estado de Derecho se decanta, al final de cuentas, en las sentencias de los jueces y tribunales. En ellas pueden y deben aflorar las investigaciones de los fiscales, los argumentos de los abogados y los defensores. Pero la sentencia es la síntesis de ese magistrado independiente e imparcial que, increíblemente, nuestra Constitución ha amputado.
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