Si yo fuera un contribuyente medio en los Estados Unidos, quizás residente en una ciudad en la que la población “hispana” haya aumentado meteóricamente durante las últimas tres décadas, creo que miraría con sentimientos encontrados la iniciativa del Gobierno Federal de salir en ayuda del Triángulo Norte de C.A.
Por un lado, quizás me preocuparía quién y a qué costo me cuidaría el bello jardín de mi residencia suburbana, en lugar de la cuadrilla de “Paco” y sus compatriotas centroamericanos. Ellos, además, reparan el techo antes de que llegue el invierno, engrasan y pintan portones y ventanas cada primavera; dan una mano de vez en cuando con la plomería y las instalaciones eléctricas y, como si todo eso fuera poco, me compran por unos dólares –no gran cosa—los muebles, TVs y otros enseres que voy descartando para estar a la moda.
Por otro lado, al empezar a llenar mi declaración jurada de impuestos, me preguntaría hasta qué punto es asunto mío el descalabro en que se encuentran todos esos países cuyos gobiernos, o bien son indolentes y corruptos o bien abrigan teorías políticas, ideológicas o religiosas radicales. Seguramente, si el Ejército de los EEUU no estuviera disperso por medio mundo en ese negocio de “nation building”, yo no tuviera que pagar tantos impuestos. Y lo mismo con los miles de millones de ayuda internacional que van a dar, en buena medida, a las cuentas bancarias de consultores que juegan al golf en el mismo club que yo.
Pero, como soy un contribuyente americano medio, he crecido y me he desarrollado en una sociedad de relativa abundancia y, además, generosa. Desde niño he visto llegar a mi casa docenas de sobres impresos de igual número de organizaciones pidiendo ayuda para los niños de algún país africano en guerra, para rescatar a alguna especie animal que está a punto de extinguirse en el Amazonas, para que la universidad a la que asistió mi padre pueda construir un nuevo estadio, en fin, ¡para regalar dinero! Y, efectivamente, desde niño he visto a mis padres hacer un cheque y ponerlo en el sobre estampado, salir al frente de casa y meterlo en el buzón de correos. Por consiguiente, ¿por qué no ayudar un poco también a los parientes de Paco que no lograron venir aquí, a los EEUU, y organizarse como Paco?
Ahora bien, siendo un contribuyente guatemalteco, ¿cómo debiera mirar esta iniciativa? Probablemente, también, con sentimientos encontrados. Por un lado, está la consciencia de que somos un país pobre o, mejor dicho, de bajo ingreso medio y que en este momento enfrenta unos desafíos superiores a sus fuerzas. Por otro lado, que la mayor parte de esta situación se debe a que la organización política de mi país ha fracasado, de modo que los recursos con que se cuenta se dilapidan de mil maneras, cuando no se malversan o se roban.
Seguramente me preocuparía hacia dónde va nuestra condición de nación soberana, si no somos capaces de articular unas instituciones que sustenten el desarrollo. Y, sobre todo, me daría vergüenza que, estando en nuestras manos, no reformemos las instituciones que han fracasado y que no lo hagamos porque hay unos cuantos que siguen haciéndose ricos a costa de esas instituciones fallidas.
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