Es totalmente comprensible que la mezcla de sentimientos y la racionalización de las circunstancias por las que atraviesa Guatemala se concreten, en la mente de la generalidad de los ciudadanos, en “pedir la cabeza del Presidente”. Es normal porque la generalidad de los ciudadanos carece de los medios o de la oportunidad para analizar, por sí mismo, cuál es la causa última de los problemas que nos aquejan. Como consecuencia de ello, su explicación de las cosas y la mejor y más concreta forma de canalizar su rabia se decantan en lo siguiente: primero, ¿quién manda aquí? La respuesta está clara: el Presidente de la República; como él manda, la consecuencia también está clara: el responsable de lo que ocurra en su gobierno, en definitiva, es él. Por tanto, ¡que renuncie!
Por supuesto que este razonamiento es parcialmente verdadero, en el sentido político, sobre lo cual vuelvo después. Sin embargo, a un nivel más técnico o, incluso, científico, la renuncia del Presidente y la designación de otra persona no resolverían, directamente, los problemas de fondo. Indirectamente, puede ser que sí.
Vuelvo a al punto de la responsabilidad política. El presidente Pérez Molina sabía o debía haber sabido, mucho antes de asumir el cargo, que vive en un país en el que no “impera el derecho” sino que “impera la impunidad”. Este hecho es el factor individual más importante, por encima de la pobreza, la ignorancia o cualquier otro, que explica cómo y por qué haya aquí más muertes violentas por año que las que hubo en la última Guerra de Irak y que haya tanta corrupción que, incluso los funcionarios llamados en primer lugar a prevenirla y perseguirla en el sistema aduanero, aparentemente están involucrados en “La Línea”. Cuando a una persona medianamente ambiciosa, cuyos escrúpulos no son los de un santo, se le presenta la oportunidad de enriquecerse rápidamente y, sobre todo, impunemente, las probabilidades de que vaya a cometer actos de corrupción son muy altas. La sabiduría popular lo sintetiza en el dicho aquel de que: “en arca abierta hasta el justo peca”.
Pues sabiendo el presidente Pérez Molina o debiendo haberlo sabido, que vive en un país en el que la impunidad es un problema tan importante, su primera y más importante misión debió haber sido la de promover las reformas constitucionales y legales para que este factor de violencia, abusos y de corrupción se redujera a niveles aceptables en un estado de derecho. Pero no lo hizo así y eso lo convierte en el principal responsable, políticamente hablando. Si además tuviera responsabilidades legales, eso le toca determinarlo a los órganos competentes del sistema de justicia.
Pero el mandato del presidente Pérez Molina no ha terminado y, creo yo, todavía pudiera servir él de instrumento para convocar a otro gran diálogo nacional en el que pudieran debatirse las principales reformas que nos salven de esta impunidad, a saber: la reforma de la justicia, la reforma electoral y de partidos políticos y la reforma del servicio civil. Esto ya no puede hacerse en el Congreso, porque su credibilidad es nula.
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