Quizás, estimado lector, haya tomado usted alguna vez unos binoculares para ver un objeto distante y, en un primer momento, le hayan aparecido dos o hasta tres imágenes de ese objeto en círculos que se intersectan, de los cuales ninguno está perfectamente claro. Creo que, metafóricamente, algo así ocurre al observar al Estado guatemalteco desde la óptica del “poder”.
Cuando uno mira al Estado guatemalteco desde esa perspectiva o poniéndose los “binoculares del poder”, se encuentra con un objeto desenfocado. El poder, en el Estado guatemalteco, no está en su sitio y he ahí “la enfermedad guatemalense”, en cuanto a este problema se refiere.
Por una parte, la Constitución proclama el imperio del derecho, es decir, que en el régimen jurídico-político del Estado Guatemalteco todo debe ocurrir de acuerdo con “la Ley” y sujeto a ella; sin embargo, por otra parte, esa misma Constitución le niega al derecho, como supuesto “soberano” del régimen, los medios para hacerse valer. Así, nuestro régimen constitucional ha proclamado un “rey sin poder”.
El poder del Estado que tiene la función primordial de hacer valer el derecho es el Poder Judicial y, en nuestra Constitución este ha sido, como suele decirse: “la Cenicienta de los poderes del Estado”. El primer gran desenfoque, entonces, es que la norma fundamental del Estado proclama “el imperio del derecho” pero luego le niega los medios necesarios para imponerse.
El segundo gran desenfoque es que, como consecuencia de que no haya medios para que pueda hacerse valer el derecho, el poder busca los cauces de “lo fáctico”. Así, los guatemaltecos hablamos de los “poderes fácticos”, de los “sectores de poder real”, etcétera. Al hacerlo reconocemos que los “poderes formales” (los del régimen constitucional) no son los que definen los grandes acontecimientos de la vida nacional, sino que son otros. Entre ellos está el poder del sector productivo (más o menos estructurado a través de las cámaras empresariales); el poder de las armas (fundamentalmente representado por el Ejército Nacional, ahora con la competencia de pequeños ejércitos privados de mafias diversas y grupos sediciosos); el poder religioso (encarnado por la Iglesia Católica local y la congregación de las evangélicas); el poder de la academia y los gremios profesionales (dominado por las organizaciones políticas que controlan la universidad del Estado y a los principales colegios profesionales); y, por último, el poder de los trabajadores organizados (estructurado principalmente a través de los sindicatos de trabajadores del Estado y ciertas Ong responsables del activismo anticapitalista).
En resumen, la enfermedad guatemaltense, en cuanto al fenómeno del poder se refiere, radica en que el imperio del derecho carece de medios para hacerse valer; los poderes del Estado casi sólo valen para canalizar los acuerdos de los poderes fácticos, tratando de mantener una apariencia de legalidad; y, los poderes fácticos compiten entre sí por el control de los poderes formales para conseguir sus objetivos sectoriales, dentro de esa apariencia de legalidad. Por tanto, mientras que el “poder de hecho” no pase al “poder formal” y el poder formal no se someta al “imperio del derecho”, seguiremos enfermos.
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