Los escándalos que le impiden a una ciudadanía con sentido de dignidad ignorar que su régimen jurídico-político está en crisis, deben “aprovecharse”. No todos los escándalos (y vaya si no los hemos tenido a mares) conducen al tipo de reacción ciudadana que actualmente se observa, pero si las élites, el liderazgo nacional o los dirigentes sectoriales, como prefiera usted llamarlos, dejan pasar la oportunidad de que emerja algo que, verdaderamente, valga la pena, es bastante probable que las cosas más bien empeoren.
Yo soy consciente de que cada grupo de interés, sector, organización cooptada, etcétera, tiene por objeto y propósito velar, primero, por sus intereses. Para los lectores que tengan una “visión romántica” del Estado— (como la llamaba Buchanan), mis disculpas, pero la realidad es así. Aunque no solamente así.
Me refiero a que, en condiciones “normales”, la ciudadanía desorganizada suele salir perdiendo ante la acción de los grupos de interés especial (sobre todo ahí donde las instituciones del Estado de Derecho son débiles). Sin embargo, en momentos de crisis, como el presente, la ciudadanía deja de ser tan desorganizada y la actuación totalmente “egoísta” de los grupos de interés puede generar una reacción suficientemente categórica como para que sean ellos y no los ciudadanos los perdedores. En cambio, una actuación “altruista” o “cívicamente virtuosa” de los grupos de interés puede canalizar la indignación y el rechazo de la ciudadanía, para lograr un nuevo equilibrio basado en reglas e instituciones que mejoren para todos respecto de la situación anterior.
Como he dicho hasta el cansancio, debiéramos comenzar por el sistema de justicia y, principalmente, por el Poder Judicial. Pero ese debiera ser el principio y no necesariamente el final. La forma de gobierno de Guatemala, esto es, su sistema de frenos y contrapesos y su régimen electoral, están desalineados y por eso la constante es más bien el fracaso en el ejercicio del gobierno. Si bien es importante que lleguen “buenos ciudadanos” al Gobierno, la forma de conseguir ese propósito radica en que la vocación de servicio público que los anime tenga posibilidades de traducirse en una gestión fructífera. Uno de los factores principales para que esto pueda ocurrir es la adecuada concepción del sistema o forma de gobierno del Estado.
Por consiguiente, creo que estamos en una de esas raras situaciones en las que, gracias a los escándalos que se han destapado, la ciudadanía estaría dispuesta a dar su respaldo a la realización de reformas que, necesariamente, tienen que ser articuladas por los que ejercen cuotas reales de poder, siempre y cuando (y esta es una condición indispensable) las reformas propuestas reflejaran una actuación cívicamente “virtuosa” y no egoísta por parte de los principales jugadores.
En ese orden de ideas, está claro que los intereses de cada uno de los grupos de interés no son convergentes en muchos aspectos y que, por consiguiente, sus visiones sobre “cuál es la reforma que conviene” son necesariamente distintas. Una actitud “virtuosa” estaría, entonces, en procurar identificar las reformas (como un mejor sistema de justicia, un mejor sistema electoral, un mejor sistema de frenos y contrapesos) que le convienen a todos.
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