Un juez resuelve conflictos. Los conflictos son situaciones siempre tensas, nacen de algún tipo de acción u omisión que le ha generado a una de las partes –a veces a ambas-un daño que no han podido resolver por sí mismas. La víctima de un delito ha sufrido, además del daño material que fuere, la indignación de la ofensa. La víctima de una infidelidad, de una promesa de negocios rota, de la imprudencia de otra persona, queda sedienta de reivindicación, cuando no de venganza. Las leyes procesales modernas les exigen a los abogados y a los jueces ceñirse a formas y procedimientos complejos como condición necesaria para llegar a una sentencia válida. A los protagonistas del conflicto esto suele parecerles, cuando menos, una cadena de formalismos vanos y dilatorios de la solución de fondo y se sienten frustrados.
Al resolver esos conflictos los jueces asumen riesgos importantes de todo tipo. Es muy frecuente que ninguna de las pares reconozca la justicia de un fallo judicial y, en la Guatemala de hoy, los niveles de inseguridad se prestan para que a los jueces lleguen constantemente amenazas de represalias, cuando no una venganza pura y dura. Si no son amenazas son ofertas indecentes e ilegales: sobornos, favores, la influencia de gentes poderosas, todo ello a cambio de un fallo en tal o cual sentido.
La profesión de juez, pues, no solamente es técnicamente compleja, moralmente desgastante, sino que supone riesgos y peligros nada despreciables. Siendo así, es obvio que una sociedad que quiera contar con jueces íntegros, competentes y, sobre todo, independientes, tiene que proponerles un conjunto de condiciones, “una carrera”, digna y adecuadamente diseñada, para que compense todos esos factores (incluyendo con el honor de ser juez o magistrado).
Y eso es lo que la Constitución Política de Guatemala le niega a los jueces y magistrados del país. Nuestra Constitución les niega la posibilidad de una carrera judicial digna y razonable porque les propone que, al cabo de cinco años de haberse ganado resentimientos, enemigos, amenazas, represalias y hasta atentados, su cargo quede en juego. Nuestra Constitución pretende que una carrera judicial pueda existir sobre una base de incertidumbre y alrededor de un proceso –el de las comisiones de postulación—que tenía que politizarse y se ha politizado. Tenía que politizarse porque el Poder Judicial implica, exactamente, eso: PODER.
Una verdadera carrera judicial –como la carrera en la banca central, en el Ejército, en el servicio civil, en el servicio diplomático—tiene que abarcar toda la vida profesional de quienes la integran. Tiene que contemplar que un proceso paulatino, basado en el mérito y la experiencia, a lo largo del cual se va avanzando hasta llegar, un día, treinta años después, por ejemplo, a un retiro digno y decoroso. Es en esas condiciones que una ciudadanía puede esperar contar con jueces probos, competentes y, sobre todo, verdaderamente independientes.
Como he afirmado recientemente en un foro sobre este tema, Guatemala no puede, al mismo tiempo, declararse oficialmente “el país de la impunidad” y, casi ocho años después, seguir ignorando la reforma a fondo de su sistema de justicia.
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