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¿Por qué renunciar?

Escribo esto con todo respeto por la dignidad del cargo que tiene el señor Otto Pérez Molina; ni más ni menos que la primera magistratura de la República.  Mirando hacia el futuro, uno de los aspectos que deben mejorar es que, tanto los ciudadanos como los candidatos que aspiren a dicha magistratura, la vean y entiendan como la más alta, honrosa y compleja responsabilidad en el gobierno de esta nación.

Por consiguiente, la Presidencia de la República no es un premio, no es algo así como “el mejor trabajo” que uno pudiera imaginar ni tampoco la oportunidad de mandar sobre todo y sobre todos. De ninguna manera.  En ese cargo tan singular convergen la jefatura del Estado y del Gobierno, en la Presidencia está representada la unidad de la nación y por su medio se ejerce la comandancia general de las fuerzas armadas, pero todo ello con unos propósitos, dentro de unos cauces y sujeto a unas condiciones tan específicas como exigentes.

Una de las funciones de los partidos políticos, en el marco de las teorías que explican el funcionamiento del Estado moderno, consiste, precisamente, en realizar el proceso de preselección de quienes puedan aspirar a tan alta dignidad, no por sus ambiciones, por el hecho de verse a sí mismos como “el Presidente del mañana”, porque tengan ansias de grandeza o la razón que fuere, sino porque verdaderamente han demostrado su sentido de responsabilidad y vocación de servicio público con una trayectoria suficientemente larga y conocida.

La Presidencia de la República es el cargo que plantea los mayores desafíos que pueda uno imaginar y apareja las responsabilidades más graves pues, tanto aquí como en cualquier otra nación que pretenda considerarse civilizada y vivir bajo el imperio del derecho, su ejercicio conlleva la obligación de despojarse de todo aquello que no sea legal ni legítimo, con ocasión del ejercicio del poder.  Por ejemplo, en la vida privada se vale favorecer a parientes y amigos, en la pública no; en la vida privada se vale la reciprocidad en los negocios, en la pública no; en la vida privada el criterio del propietario o titular de los derechos es el que rige, en la vida pública la discrecionalidad de todo alto funcionario debe verterse dentro del cauce establecido por las normas aplicables, aunque parezcan mala idea. Y la Presidencia de la República es el cargo desde el cual debe velarse porque todo el aparato gubernamental opere legal y legítimamente, so pena de sumir a la nación en el desorden, la ilegalidad, la corrupción, la delincuencia…

Por consiguiente, el derecho a ostentar el cargo de Presidente de la República no se adquiere “incondicionalmente” en una elección.  Se adquiere sujeto a la condición de que, al ejercitarlo, se cumplan y se hagan cumplir la Constitución y las leyes; a la condición de que la discrecionalidad al gobernar se dirija a la consecución razonable de los objetivos establecidos por las reglas aplicables y, por último, a la condición de que el liderazgo del Presidente se manifieste en un Gobierno que se conduzca del mismo modo.  Independientemente de una posible responsabilidad penal, si no se tiene la capacidad de obrar así ni de ejercer dicho liderazgo, lo indicado es renunciar.

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