El proceso a lo largo del cual los políticos –no todos ni siempre todos—han ido cayendo en las garras de los grupos de presión y por el cual los grupos de interés –no todos ni siempre todos— han ido cayendo en la telaraña de los políticos, ha ocurrido de un modo característico desde que se promulgó la Constitución vigente. Es una constitución jurídicamente válida y políticamente legítima porque contó con el consentimiento de los gobernados ante la propuesta que les hicieran los gobernantes. Pero es obvio que el grueso de los ciudadanos no tenía idea de la enorme cantidad de consecuencias no intencionales que aguardaban a todos.
Al criticar los yerros que la Constitución presenta nunca es mi propósito cuestionar las buenas intenciones de la mayor parte de los constituyentes que la aprobaron. Al contrario, creo que casi todos tenían buenas intenciones, si bien es cierto que ya adivinaban en qué posición les tocaría jugar una vez que se diera el pitazo de arranque del juego.
No. El problema de esta Constitución no radica en las intenciones, buenas o malas, de cada protagonista. Se cifra en el hecho de que los diversos grupos que tenían alguna cuota de poder al aprobarla –los partidos políticos incluidos—trataron de acomodar un rincón para cada quién y, en cierto modo, lo lograron. Pero esto sólo puede lograrse a costa de los intereses de la generalidad de los ciudadanos, como ha quedado demostrado a lo largo de estas tres décadas.
Así, los presupuestos públicos son absolutamente racionales; quiero decir que se proponen y aprueban según una lógica de maximización de las funciones de utilidad de los diversos “ganadores de coyuntura”. Estos ganadores son los partidos políticos o coaliciones de partidos que gobiernan en un sistema de apoyos recíprocos con sectores tales como el sindical, el de las cooperativas, el industrial, el de la USAC, etcétera. No todos los intereses o ventajas que se persiguen por cada uno de dichos partidos y grupos son ilegítimos o contrarios al interés general, pero un buen número, sí.
De ese modo, los presupuestos estatales y de los entes paraestatales también, reflejan las negociaciones que se van fraguando para que “las inversiones” de cada grupo (unos ponen grandes cantidades de votos, otros ponen fondos para las campañas y los políticos son los empresarios del sistema) sean redituables. Pero como mucho de esto tiene que ocurrir en un ambiente opaco, porque se supone que todos los partidos y grupos están a favor de los más caros intereses de la nación, y no de los suyos, pues de cuando en cuando se producen abusos, traiciones, desequilibrios que traen como consecuencia que el Presupuesto General no se apruebe.
Tras los presupuestos públicos están los medios de financiación, es decir los impuestos y la deuda pública, que forman parte del “paquete” negociado. Naturalmente, a menos deuda pública menos recursos hay para acomodar las demandas de determinados grupos, pero a más deuda ciertos “bienes públicos”, como la estabilidad macroeconómica, se pierde para otros grupos. Los analistas, en cambio, miran al presupuesto como si fuera en serio. ¡Qué ingenuos!
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