Los presupuestos públicos se han discutido, desde 1986, con algunos cambios importantes a partir de 1994, dentro de un marco de reglas constitucionales que, en general, podemos tildar de “rígidas”. Por lo menos, el conjunto de dichas reglas, puede tildarse de “rígido”.
Éste no es el único aspecto de la Constitución Política de 1985 que muestra rigideces y eso se debe a circunstancias tales como la vigencia, durante los trabajos de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), del Conflicto Armado Interno y a la exacerbación de la desconfianza recíproca que tal situación lógicamente engendra. También se debe a la lógica de “maximización” de la función de utilidad de los agentes políticos. Esto significa, en otras palabras que, ante la oportunidad de conseguir algún tipo de ventaja, de cuota de poder, de plataforma favorable para una agenda hacia el futuro, de cualquier grupo, partido, sector representado en una ANC, dado el carácter racional y maximizador de sus beneficios de todo ser humano (incluso dentro de los límites de unos principios y escrúpulos que cada ser humano pueda haber hecho propios), la oportunidad será aprovechada hasta donde sea posible.
Como se nos ha explicado con frecuencia durante los últimos meses (y así hace cuatro y ocho años), realmente ni la propuesta del Ejecutivo al Legislativo ni su aprobación por este último, se produce en una tabula rasa que permitiera al Gobierno o al Congreso de la República incidir de modo fundamental en los acontecimientos de la vida nacional por medio de la hacienda pública. Más bien por el contrario, dependiendo de qué se tome en cuenta o se deje fuera, del total del Presupuesto apenas queda disponible para intentar una variante característica de cierta visión de las cosas, alrededor de un quince por ciento.
Supongamos, por ejemplo, que algún gobierno tuviese la convicción de que el modelo de desarrollo de Guatemala pasa por una mayor inversión en las primeras letras, que no en la educación universitaria. Esto enfrentaría la rigidez de que a la universidad del Estado se le garantice por la Constitución el cinco por ciento del Presupuesto Ordinario. Sin embargo, está claro que un estudiante universitario más implica “x” estudiantes de primaria menos.
Las reglas sobre los presupuestos públicos de la Constitución quisieron impedirle a toda costa a quienquiera que llegara al poder, dejar de financiar ciertos objetivos o entidades por debajo de los mínimos constitucionales. De este modo, los constituyentes del 85 y del 93 impusieron sus criterios a los representantes de los ciudadanos, tanto en el Ejecutivo como en el Legislativo, para el largo plazo. En cosas de mero criterio, y no de principio, esto es muy inconveniente.
Así, por ejemplo, es una cuestión de principio que a los jueces no se les afecte su independencia mediante una amenaza implícita de afectarles sus ingresos pero, que los ingresos del Poder Judicial deban ser el 2% o el 4% del total presupuestado es una cuestión de criterio, tanto estratégico como en vista de las necesidades y desafíos de cada momento.
Hacia el futuro, necesitamos revisar esas reglas con mucha seriedad.
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